Así ocurrió todo en el hogar de ancianos Life Care Center de Kirkland, epicentro del coronavirus en EE.UU
Durante al menos una semana, el coronavirus se propagó silenciosamente entre los 120 residentes, 180 empleados y multitud de visitantes
KIRKLAND, Wash. — Con ánimo festivo, Pat McCauley miró a su alrededor mientras acompañaba a un querido amigo a una fiesta de Mardi Gras en su hogar de ancianos.
Una banda de jazz tocaba “Cuando los santos vienen marchando”, mientras una mujer del personal con una máscara se pavoneaba con la música, tomaba fotografías y repartía platos de salchichas y arroz cajún.
Muchos residentes llevaban sombreros de bufón que otros habían hecho la semana anterior.
Era Miércoles de Ceniza, 26 de febrero, y un hombre de una parroquia local había ungido a algunos pacientes.
McCauley estaba feliz de ver a su amigo y a más de 30 residentes tomando un descanso de sus problemas de salud, aunque algo le pareció extraño: en los pasillos, muchos empleados llevaban máscaras quirúrgicas.
Nadie lo sabía aún -aunque existían muchas pistas-, pero en la fiesta hubo un invitado indeseable: el nuevo coronavirus.
El virus había estado allí al menos una semana, extendiéndose silenciosamente entre los 120 residentes, 180 empleados y una multitud de visitantes.
Tres días después de la fiesta, McCauley estaba escuchando una estación de radio de Seattle cuando escuchó las palabras “Life Care Center of Kirkland”.
Había seguido las noticias sobre el coronavirus durante semanas, pero hasta ese momento, lo había asociado principalmente con la epidemia en China.
Ahora la estación de radio informaba que el COVID-19 había llegado a su frondoso suburbio de Seattle y podía estar desenfrenado en el hogar de ancianos.
Dos personas del lugar, una trabajadora sanitaria de unos 40 años y una residente de aproximadamente 70, habían sido hospitalizadas y dieron positivo, mientras que otras 50 comenzaron a mostrar síntomas.
Los recuerdos de la fiesta de repente le dieron escalofríos a McCauley. Se preguntó si los sombreros caseros de hule espuma verde, adornados con bolas doradas, se habían convertido en una vía de contagio a medida que los miembros del personal los posaban de un residente a otro, para probárselos.
¿Y si el hombre de la parroquia hubiera ido a más hogares de ancianos y tocado la frente de otros residentes mayores y vulnerables?
McCauley, de 79 años, y su esposo, de 80, habían visitado allí a un amigo regularmente desde mediados de febrero.
¿Cuánto tiempo había estado al acecho el virus mortal en la residencia? ¿También estaban infectados?
Pat y Bob McCauley se conocieron en Dallas en 1959 como estudiantes universitarios en Southern Methodist University. Ella tenía una beca para académicos, y él una de natación.
Ambos establecieron su familia en Seattle, donde él trabajaba para Boeing, y se mudaron de allí a California. Más tarde, en 1976, se trasladaron a Bruselas donde él consiguió un empleo en una compañía de telecomunicaciones.
Fue allí donde conocieron a Neil Lawyer, un compañero estadounidense quien estaba casado y sus hijos tenían edades similares a los cuatro chicos McCauley. Él y Bob entrenaron juntos un equipo de fútbol.
Los McCauley se mantuvieron en contacto con él después de regresar al estado de Washington a fines de la década de 1980, y a mediados de febrero se enteraron de que estaba en un hogar de ancianos muy cercano a su casa.
Neil, un viudo de 84 años, a menudo no se sentía bien y tenía problemas de memoria. Pero Pat encontró su página de Facebook e imprimió fotos de sus hijos y nietos, para armarle un álbum.
Una noche, Pat le llevó un suéter. No había nadie en la recepción, y el libro de registro habitual para firmar no estaba ahí.
A ella le resultó extraño que la seguridad y el control de los visitantes fueran tan laxos. Aún así, estaba impresionada con todas las actividades disponibles para los pacientes.
Fotocopias de calendarios pegados en el vestíbulo mostraban eventos para todos los días: una excursión al restaurante Olive Garden, una merienda con la actuación de un organista, un evento de pintura con un artista.
El viernes 21 de febrero, los McCauley llevaron a Neil a una habitación llena de gente en el hogar de ancianos para ver a un dúo country llamado Bob y Kevin.
El lunes siguiente, Pat y su esposo llegaron a la residencia y descubrieron que a Neil se le había asignado un compañero de cuarto en su habitación, ya de por si estrecha. Ken Holstad, de 73 años, tenía enfermedad de Parkinson y demencia. Además notaron que tenía tos.
Como no asistió a la fiesta de Mardi Gras ese miércoles, Pat le llevó un sombrero.
Ese viernes 28 de febrero, Bob entró en el hogar de ancianos mientras Pat estacionaba. Una recepcionista le explicó que ahora era obligatorio para los visitantes usar máscaras debido a un “virus respiratorio” no identificado.
La pareja se marchó de inmediato. Cuando llegaron a casa, Bob estaba furioso. Llamó al Departamento de Salud Pública de Seattle y King County para instarlos a investigar. La mujer con la que habló parecía desinteresada.
“Finalmente le dije mi último recurso, si Salud Pública no hacía nada, llamaría al Seattle Times”, escribió ese día en su cuenta en redes. “Ella tampoco se sintió impresionada con esto, y me respondió: ‘Adelante’”.
La sociedad ya está tomando decisiones, más allá y al margen de las instituciones, esperando un giro fuerte en cómo se está conduciendo el tema
Y así lo hizo: habló con un periodista que prometió investigar.
Al día siguiente, Pat escuchó un informe de radio sobre Life Care y comenzó a hacer un registro de sus experiencias en el hogar de ancianos: la fiesta, el concierto, el momento en que ella le llevó una taza a Neil en el baño que compartía con su compañero de cuarto enfermo.
Ella y Bob decidieron ponerse en cuarentena en su casa durante dos semanas.
Se preocuparon por la vulnerabilidad de Bob. Tenía diabetes y una afección cardíaca, además había sufrido una conmoción cerebral en el otoño pasado.
Más preocupante aún, el 1º de marzo comenzó a toser y le dolía su cuerpo. Entonces quiso hacerse la prueba del virus. Pero cuando llamó ese día al hospital EvergreenHealth, de Kirkland, para explicarle que había visitado Life Care varias veces, le dijeron que según las pautas federales, sólo aquellos que estaban gravemente enfermos podían hacerse las pruebas.
Cuando Pat no pasaba el tiempo desinfectando su casa, se sentaba frente a su computadora de escritorio vieja, buscando cualquier información sobre el hogar de ancianos y su papel en el brote.
Pronto descubrió que 25 bomberos de Kirkland, que habían respondido a unas 30 llamadas médicas de Life Care en febrero, en comparación con siete el mes anterior, habían entrado en cuarentena.
También leyó que más de una docena de estudiantes de enfermería de Lake Washington Institute of Technology, una universidad pública en Kirkland, habían visitado Life Care la semana anterior.
En una serie de publicaciones en un blog, el presidente de la escuela explicó que los equipos desinfectaban el campus y que todavía estaba tratando de obtener orientación de los funcionarios de salud pública sobre qué hacer con los alumnos.
Pat se sintió angustiada porque ningún representante de Life Care o del departamento de salud parecía estar revisando los registros de visitas a la residencia de mayores ni llamando a las personas para aconsejarles que se impusieran a sí mismos una cuarentena.
Cuando llamó por teléfono a alguien del hogar de ancianos, el 2 de marzo, le dijeron que no se preocupara porque habían pasado cinco días desde su visita y no tenía síntomas. Eso no fue tranquilizador. Las autoridades de salud pública recomendaban 14 días de cuarentena para cualquier persona que hubiese estado expuesto.
Pero ese mismo día, los medios informaron que un total de seis personas en el estado de Washington habían muerto, todas en Kirkland y tres de ellas vinculadas a Life Care.
Además, el gobernador de Carolina del Norte anunció la primera infección allí: un residente del estado que había visitado Life Care.
La residencia era ahora, de alguna manera, el epicentro estadounidense de la epidemia. “En lugar de preguntar si uno ha viajado a China, deberían consultar: ‘¿Ha visitado Life Care?’”, subrayó Pat.
Washington registró tres muertes más al día siguiente, incluido un residente de Life Care que había sido hospitalizado el 24 de febrero.
Pat puso especial atención a la fecha: dos días antes de la fiesta de Mardi Gras. Seguramente, pensó, los gerentes de Life Care sabían que se estaba realizando una prueba de coronavirus. “Deberían habernos dicho que había un virus respiratorio, y tendrían que haber cancelado la reunión”, consideró.
Los funcionarios de salud de seis condados del área de la bahía ordenaron que sólo los servicios esenciales permanecieran abiertos, dijo el alcalde de San Mateo. La orden durará al menos dos semanas.
Timothy Killian, un especialista en comunicaciones de crisis contratado por el hogar de ancianos -parte de Life Care Centers of America, la compañía de atención a personas mayores más grande del país-, remarcó que los gerentes habían actuado de forma correcta, siguiendo protocolos que alientan a los pacientes enfermos a evitar actividades grupales y a permanecer en sus habitaciones.
El día de la fiesta, agregó, los miembros del personal informaron lo que creían que era un brote de gripe a las autoridades públicas locales.
Pero Brent Champaco, portavoz de Seattle y King County Public Health, comentó que justo al día siguiente, el 27 de febrero, Life Care contactó por primera vez a la agencia y presentó una notificación de un “aumento de enfermedades respiratorias”. “No había nada en el aviso original de Life Care que indicara que se trataba de una enfermedad inusual, o diferente de cualquier manera”, señaló.
Killian expuso que los gerentes de hogares de ancianos no supieron que se trataba de coronavirus hasta el 29 de febrero a las 12:30 a.m., cuando se les notificó el primer resultado positivo de la prueba: el paciente que había sido hospitalizado el 24 de febrero, y quien luego falleció.
Agregó que la compañía no supo hasta después del 29 de febrero que había coronavirus en el edificio desde al menos el 19 de febrero, la fecha de ingreso al hospital para otro paciente que resultó estar infectado.
Dadas las necesidades urgentes de los pacientes, notificar a los visitantes sobre la posible exposición al virus no era una prioridad, remarcó Killian.
Los McCauley se habían puesto furiosos.
En la primera conferencia de prensa de Killian, el 7 de marzo, su hija menor, Cheri Chandler, permaneció de pie detrás de una serie de cámaras de televisión, con un letrero de cartón. “¡Life Care no contacta a los visitantes!” decía. “¿Por qué no? ¿Quién es responsable?”.
Pat todavía estaba asimilando las noticias que había recibido esa mañana: el día anterior, Neil había sido trasladado a una sala de aislamiento en EvergreenHealth.
Esa noche, dijo, el resultado de su prueba dio positivo.
Parecía que el virus se estaba acercando a Pat y su esposo.
El 8 de marzo, Pat se sintió con fiebre y se tomó la temperatura. Estaba justo por encima de lo normal, a 99 grados F.
Ese día recibió una llamada de un médico llamado Eric Chow, de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU (CDC). Había recibido su nombre no de Life Care o de los funcionarios locales de salud pública, sino de uno de los hijos de sus amigos.
Chow les indicó que debían hacerse la prueba del virus.
Sabían que se habían quedado en su hogar, pero también necesitaban aislarse uno de otro durmiendo en camas separadas, usar diferentes baños y máscaras faciales, detalló.
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La pareja acordó realizarse las pruebas en el cercano Centro Médico Overlake; fue la única vez que rompieron su cuarentena. Un médico, enfundado en lo que parecía un traje espacial y con un casco, insertó un hisopo profundamente en la fosa nasal izquierda de Pat y lo giró mientras contaba hasta seis. Lo mismo hizo con Bob.
Regresaron a casa y fueron a sus habitaciones separadas. Al día siguiente, 9 de marzo, a las 4:30 a.m., sonó el teléfono de Pat. Neil había muerto, ocurrió la noche anterior, le explicó su hija.
Más tarde, Pat se enteró de la escena surrealista en el lecho de muerte de su amigo. Cada miembro de la familia que ingresó a su habitación debió ir solo, con equipo de protección completo. No pudo haber abrazos, ni caricias.
El dolor de Pat creció ante la idea de tener que despedirse de un ser querido de esa manera. El virus que la aisló de su familia, amigos y comunidad, incluso su esposo y dentro de su propia casa, se aseguraba que sus víctimas murieran a solas.
Mientras los McCauley esperaban ansiosamente los resultados de sus pruebas, su hija dejaba comida y suministros en la puerta de su casa; a veces se saludaban con la mano a través de una ventana.
Gastaron $180 en Amazon por la compra de dos paquetes de pastillas de zinc Cold-Eeze. Un hermano en un viaje de negocios en México encontró máscaras con respirador N95 para enviarles.
El 10 de marzo, los funcionarios de salud publicaron una lista de nueve hogares de ancianos de Washington donde había infecciones por coronavirus. Pat volvió a preguntarse dónde había estado el representante de la parroquia.
Medidas extraordinarias para frenar la propagación del coronavirus son apropiadas y necesarias frente a un microbio que todavía no entendemos del todo.
El mismo día, el compañero de cuarto de Neil, Ken, ingresó en un hospital de Seattle después de dar positivo por COVID-19. Un familiar de unos 50 años que lo había visitado también se enfermó.
La fiebre baja de Pat persistió. La tos de Bob había empeorado y lo mantenía despierto por la noche. Finalmente el jueves, recibieron una llamada. Ambas pruebas habían dado negativo, les dijo una doctora, pero advirtió que había muchos resultados negativos falsos. Debían permanecer en cuarentena y posiblemente necesitarían repetir la prueba.
Hasta el sábado, la cifra oficial de muertes en Life Care era de 27, casi la mitad del total de 57 en EE.UU. “Lamentablemente, no se puede depender de las agencias que se supone que nos están protegiendo”, remarcó Pat. “Si alguien hubiera tomado cartas en el asunto antes, tal vez no habrían ocurrido tantas muertes”.
Ahora, desde la ventana de su cocina, la mujer observa las luces rojas intermitentes de los vehículos de emergencia que llegan al hogar de ancianos.
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