El Niño que Quedó Atrás
Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times
Fotografías del Times tomadas por DON BARTLETTI
l niño no entiende.
Su mamá no le habla. Ni siquiera lo mira. Enrique no tiene ni la mínima sospecha de lo que ella va a hacer.
Lourdes sí sabe. Ella entiende, como sólo puede entenderlo una madre, la desolación que está a punto de causarle a su hijo, el dolor, y por último, el vacío.
¿Qué será de él? El niño ya ni permite que otros lo bañen o le den de comer. La quiere con amor profundo, como sólo un hijo puede amar. Con Lourdes, Enrique es parlanchín: “Mira, mami”, dice en voz baja, preguntándole sobre todo lo que ve. Pero sin ella, la timidez lo abruma.
Ella sale despacio al portal. Enrique se cuelga de sus pantalones. Al lado de ella, se ve tan pequeñito. Lourdes lo quiere tanto que no consigue decir palabra. No se atreve a llevarse su fotografía por temor a flaquear en su resolución. No puede abrazarlo. Enrique tiene cinco años.
Viven en las afueras de Tegucigalpa, Honduras. Lo poco que gana Lourdes a duras penas le alcanza para alimentar a Enrique y su hermana, Belky, de siete años. Lourdes, de 24 años de edad, se gana la vida fregando ropa ajena en un río cenagoso. Se acuclilla en la polvorienta acera cerca del Pizza Hut del centro para vender de su caja de madera llena de chicles, galletas y cigarros a los transeúntes. La vía pública es el patio de recreo de Enrique.
El porvenir de sus hijos se ve sombrío. Es casi seguro que ni él ni Belky terminarán la escuela primaria. Lourdes no tiene dinero para uniformes y lápices. Su marido ya no está con ellos. Ni hablar de un buen empleo. Está decidida: tendrá que partir. Se irá a Estados Unidos a ganar dinero para enviarlo a sus hijos. Será una ausencia de un año, con suerte menos, y sino mandará a buscar a los niños desde allá. Lo hace por ellos, se dice a sí misma, pero igual la agobia un sentimiento de culpa.
De rodillas, besa a Belky y la estrecha contra su pecho.
Entonces, Lourdes se vuelve hacia su propia hermana. Si se ocupa de Belky, le enviará de Estados Unidos un juego de uñas postizas de oro.
Pero no puede mirar a Enrique a los ojos. El recordará después que sólo le dice una cosa: “No olvides ir a la iglesia esta tarde”.
Es el 29 de enero de 1989. Su mamá baja del portal y se aleja.
“¿Dónde está mi mami?” llora Enrique. “¿Dónde está mi mami?”
Su mami nunca regresará, y eso sella el destino de Enrique. De adolescente--mejor dicho, siendo aún niño--saldrá por su cuenta a buscarla en Estados Unidos. Pasará casi inadvertido a formar parte de aproximadamente 48,000 niños que, indocumentados y sin ninguno de sus padres, llegan todos los años a Estados Unidos de América Central y México. Unas dos terceras partes de ellos lograrán burlar la vigilancia del Servicio de Inmigración y Naturalización de Estados Unidos (INS).
Muchos viajan al norte en busca de trabajo. Otros huyen de familias que los maltratan. La mayoría de los niños centroamericanos van a reunirse con uno de sus padres, según informan los consejeros de un centro de detención en Texas donde el INS alberga a màs niños detenidos sin acompañantes adultos que en cualquier otro lugar. De éstos, según los consejeros, tres de cada cuatro buscan a sus madres. Algunos de los niños dicen que necesitan saber si sus madres aún los aman. Un sacerdote en un refugio de Texas cuenta que muchos llevan fotografías que los muestran en brazos de sus madres.
El camino es duro para los mexicanos, pero más duro aún para Enrique y otros centroamericanos. Su itinerario, largo e ilegal, atraviesa todo México. Según consejeros y abogados de inmigración, sólo la mitad de ellos se van con contrabandistas. Los demás viajan solos. Padecen hambre, frío y están indefensos. Son perseguidos como animales por policías corruptos, bandidos, y pandilleros deportados de Estados Unidos. Un estudio de la Universidad de Houston mostró que la mayoría resulta ser víctima repetidas veces de asaltos, golpizas o violaciones sexuales. Algunos pierden la vida.
Emprenden su viaje con poco o nada de dinero. Miles de ellos marchan rumbo al norte aferrados a los techos y a los costados de trenes de carga. Desde la década de los 90, las autoridades de México y Estados Unidos han intentado impedirles el paso. Para evadirlos, los niños se trepan y saltan de los vagones en movimiento. A veces se caen y quedan destrozados por las ruedas.
Se guían preguntando o por el trayecto del sol. Muchas veces no saben cuándo o cómo conseguirán algo de comer. Algunos pasan días sin comer. Si el tren se detiene brevemente, se agazapan junto a los carriles, y en el hueco de la mano toman sorbos de agua de charcos contaminados de combustible Diesel. De noche se acurrucan amontonados en los vagones o cerca de los rieles. Duermen en los árboles, en los pastizales, o en lechos de hojas.
Algunos son muy pequeños. Empleados ferroviarios mexicanos han encontrado a pequeñuelos de hasta siete años de edad que viajan en busca de sus madres. Hace cuatro años, cerca de las vías del tren en el centro de Los Angeles, un policía descubrió a un niño de nueve años que le dijo: “Busco a mi madre”. El jovencito había salido tres meses antes de Puerto Cortez, Honduras, guiado sólo por su astucia y el único dato que poseía sobre su madre: el nombre de la ciudad donde vivía. A todos preguntaba: “¿Cómo se llega a San Francisco?”
Típicamente, son adolescentes. Algunos eran bebés cuando sus madres se marcharon; las conocen sólo por los retratos que les han enviado. Otros, algo mayores, luchan por no perder los recuerdos: uno ha dormido en la cama de su mamá; otro ha respirado su perfume, se ha puesto su desodorante, su ropa. Este tiene suficiente edad para recordar el rostro de su madre, aquel su risa, su lápiz de labios favorito, el tacto de su vestido cuando ella amasaba las tortillas.
Muchos, entre ellos Enrique, empiezan a idealizar a sus madres. La madre ausente adquiere proporciones míticas en las mentes de los pequeños. Aunque para ellas es una lucha pagar el alquiler y la comida en Estados Unidos, en la imaginación de sus hijos se convierten en la personificación de la salvación, la solución de todos los problemas. Encontrarlas se convierte en la demanda del Santo Grial.
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