LA DESPEDIDA
LA DESPEDIDA
María Isabel, la novia de Enrique, lo encuentra en una esquina sentado sobre una piedra, llorando, rechazado una vez más. Trata de consolarlo. Está drogado con pegamento. Le cuenta que ve un muro de llamas matando a su madre. “¿Por qué me dejó?”, grita.
Se avergüenza de todo lo que le ha hecho a su familia y a María Isabel, que puede estar embarazada. Teme acabar desamparado o muerto. Sólo su madre puede ayudarlo. Ella es su salvación. “Si la hubieras conocido, sabrías lo buena que es”, le relata a su amigo José. “La quiero”.
Enrique tiene que encontrarla. Vende lo poco que tiene: su cama, un regalo de su mamá, la chaqueta de cuero, un regalo de su tío difunto, el rústico armario donde guarda la ropa.
Va al otro lado del pueblo para despedirse de la abuela María. Cuando va subiendo la loma hacia la casa, se encuentra con su padre. “Me voy”, le dice. “Voy para Estados Unidos”. Le pide dinero.
El padre le da lo suficiente para un refresco y le desea buena suerte.
“Me voy, abuela”, anuncia Enrique. “Voy a buscar a mi mamá”.
No vayas, le ruega la anciana. Le promete construirle una casita de un cuarto en un rincón de lo poco que le queda de terreno.
Pero él está decidido.
Ella le da todo lo que tiene: 100 lempiras, unos $7.
“Ya me voy, hermanita”, le dice a Belky al día siguiente.
Ella siente que se le forma un nudo de tristeza. Han vivido casi toda la vida separados, pero él es el único que comprende su soledad. En silencio, le prepara una cena especial: tortillas, chuleta de cerdo, arroz, frijoles fritos rociados de queso.
“No te vayas”, le ruega con lágrimas en los ojos.
“Lo tengo que hacer”.
También resulta difícil para él. Cada vez que ha hablado con su madre, ésta le ha advertido que no venga. Es demasiado peligroso.Pero si logra llegar a la frontera de Estados Unidos, la llamará. Estando tan cerca, tendrá que acogerlo. “Si la llamo desde allí”, le dice a José, “¿cómo no me va a recibir?”.
Se hace una promesa: “Voy a llegar a Estados Unidos, aunque me tome un año”.
Sólo al cabo de un año se daría por vencido, daría media vuelta y regresaría.
En silencio, Enrique, el muchacho menudito de sonrisa juvenil, amante de las cometas, el espagueti, el fútbol y el baile break dancing, el jovenzuelo que juega en el lodo y se sienta a mirar los dibujos animados del ratón Mickey con su primito de cuatro años, hace la maleta: pantalones de pana, camiseta, gorra, guantes, cepillo y pasta de dientes.
Por largo rato contempla el retrato de su madre, pero no se lo lleva por temor a perderlo. Escribe el número de teléfono de ella en un papel y, por si acaso, también lo inscribe con tinta en el interior de la cintura del pantalón.
Lleva el equivalente de $57 en el bolsillo.
El 2 de marzo del 2000, se presenta en casa de la abuela Agueda, de pie en el mismo portal de donde desapareciera su madre hace 11 años.
Abraza a María Isabel, a la tía Rosa Amalia, y baja del portal.
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