Toda solución a los tiroteos masivos implica inevitablemente un grave intercambio
Es, por ahora, una historia terriblemente familiar. De hecho, es la familiaridad lo que más debería horrorizarnos: un tiroteo en una escuela con una gran cantidad de personas muertas, muchas de ellas menores de edad, el resto maestros. Esta vez, es una preparatoria en Parkland, Florida, donde se registraron 17 muertos y el tirador es un muchacho de 19 años, que había sido expulsado de la escuela. El agresor, armado con un rifle popular y repleto de municiones, resultó herido en el lugar.
¿Qué podemos hacer? ¿Qué debemos hacer?
Las respuestas no son fáciles, e inevitablemente implican una negociación: aceptar lo inaceptable o restringir nuestras libertades. Las tres más importantes son la libertad de prensa (la publicidad da oxígeno a este tipo de actos, por lo cual restringir la cobertura reducirá la cantidad de imitadores); el derecho a portar armas (las armas de fuego no causan el mal humano, pero por supuesto lo hacen más fácil de concretar), y el debido proceso (buscar a potenciales tiradores en masa, o personas mentalmente enfermas en general, es posible, pero implica una reducción de los derechos civiles de los estadounidenses antes de que realmente hayan cometido un delito).
No está claro de ninguna manera que alguna de estas soluciones sea más efectiva que las otras, y cada una implica castigar a un gran número de personas para detener las malas acciones de una cantidad muy reducida de ellas.
La reacción instintiva es ir tras las armas de fuego, pero hay un elemento de publicidad engañosa en los argumentos del control de armas en estas situaciones. Los activistas se centran en pequeñas restricciones que son apetecibles para muchos. Si alguien señala que las pequeñas restricciones no harán mucho por detener las balaceras, los activistas argumentan que las restricciones más grandes, desagradables para muchos, sí lo lograrían.
Los propietarios de armas están acostumbrados a escuchar, casi al mismo tiempo, “los tiroteos se acabarán al prohibir todas las armas” y “nadie está tratando de quitarles sus armas”.
Eso no significa, por supuesto, que sea imposible afectar cualquier cambio en absoluto. Al igual que con los “bump stocks” (mecanismo para modificar los rifles) después del tiroteo de Las Vegas y la armadura corporal después del tiroteo policial de esta semana en Chicago, es probable que Parkland rejuvenezca las propuestas de restricciones muy específicas, en este caso de bombas de humo y equipo de protección como máscaras antigas. Pero la prohibición de protegerse con una máscara de gas parece una solución muy insatisfactoria.
La censura presenta el mismo dilema. La Primera Enmienda hace que sea igual de imposible prohibir la cobertura de tiroteos de masas como la Segunda Enmienda imposibilita prohibir las armas de fuego. Los medios de comunicación deberían, si desean promover la seguridad, negarse a publicitar los nombres de los tiradores. Pero ¿no cubrir los tiroteos en absoluto? Podría ser efectivo, pero se trata de eventos comunitarios traumáticos y de interés periodístico. El silencio es una fantasía; eso nunca ocurrirá.
Incluso si los medios convencionales no cubren esas noticias, existen las redes sociales. Nuestra cultura exhibicionista puede alentar a las personas perturbadas a realizar actos de retribución que les garanticen máxima publicidad.
Como siempre, los seres humanos son las verdaderas armas de destrucción de masas, y las herramientas que eligen no son las causas de la violencia. Si queremos eliminar a las personas que podrían cometer actos violentos en el futuro, debemos reducir las protecciones del debido proceso y encarcelar a más personas con menos pruebas. Aunque eso también es un compromiso que para muchos sería difícil de hacer; podríamos atacar las leyes de privacidad que dificultan la compilación de registros de personas con un historial de comportamiento amenazante.
Las medidas defensivas son una promesa hueca. Es prohibitivamente costoso proporcionar un guardia armado a cada escuela, sala de cine, lugar de trabajo, hospital u otro “blanco fácil”, y poco realista esperar que los niños de primaria estén armados para evitar al psicópata inusual pero preparado.
Tampoco hay una respuesta social o religiosa práctica. La enfermedad que lleva a las personas -típicamente a los hombres jóvenes- a este tipo de actos puede ser de alguna manera emocional o espiritual, pero la historia no nos da ninguna razón para creer que hay una clave para evitar que una minoría enojada se vuelva mala. Nunca la ha habido, y nunca la habrá.
Solo hay respuestas fáciles si uno está dispuesto a sacrificar derechos que no le importan y que a otras personas sí les importan. Esa nunca ha sido una solución que los estadounidenses pudieran seguir sin vergüenza ni remordimiento. A menos que -y hasta que podamos encontrar una forma mejor y más confiable para identificar antes a los posibles tiradores de masas- debemos reconocer la naturaleza de la elección que tenemos ante nosotros: castigar a muchas personas inocentes o permanecer indefensos contra unos pocos maliciosos.
Nadie quiere asumirse en un costado en esa cuestión. Pero tampoco nadie quiere enfrentar el otro lado tampoco.
Dan McLaughlin es abogado en Nueva York y columnista colaborador del National Review Online.
Traducción: Diana Cervantes
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