Columna: Cómo el coronavirus convirtió en héroes a los trabajadores de los supermercados
Raymond López no lleva un estetoscopio ni usa una pistola. Se siente más en casa en una plataforma de carga que en una estación de bomberos.
Pero como trabajador de un supermercado, López está en la primera línea de nuestra batalla diaria contra un nuevo enemigo: el pánico a la pandemia por el coronavirus.
Ha estado trabajando en Vons desde que consiguió un empleo de verano como empacador en Camarillo, hace 33 años.
“En aquel entonces, todos aspiraban a ser trabajadores de supermercados”, dijo López. “Te daba para poner comida sobre la mesa, y podías mantener a una familia”.
Hoy en día, los supermercados juegan un papel fundamental en nuestra lucha por adaptarnos a las restricciones impuestas por el COVID-19. Y los trabajadores de supermercados están cargando con la peor parte de nuestra ansiedad y frustración, a medida que acudimos a las tiendas agotadas.
Sin mascarillas ni barreras, los empleados trabajan largas horas, en riesgo por las infecciones y luchando contra el agotamiento para hacer su trabajo. Nos conectan con materiales esenciales, como pan y papel higiénico. Pero también son parte del tejido social que nos mantiene unidos en tiempos inquietantes.
Esa charla amistosa con el trabajador que está reponiendo la caja de huevos esta mañana podría ser mi única interacción social en este día en que se pide permanecer en casa. Y me siento mejor cada vez que veo a mi cajero favorito en su puesto. Hay algo tranquilizador sobre lo familiar en un mundo donde todo ha cambiado.
Los mercados son el único lugar donde todavía tenemos permitido reunirnos en masa. Y sus empleados, presionados de una manera que nunca esperaban, son nuestros nuevos socorristas. Es probable que nos vean en nuestro peor momento, y su objetivo es aliviar nuestra tensión.
Deberíamos agradecerles por su servicio, no culparlos porque las líneas son largas o el inventario es bajo.
“Se nos pide que hagamos mucho más de lo que naturalmente haríamos”, manifestó López, que vive en Pasadena y trabaja en Glendale.
Más allá de la limpieza profunda, la reposición de los estantes y las tareas de control de multitudes, “hay todas estas cosas nuevas, como entender el equipo de protección y aprender a interactuar con alguien en la fila que está tosiendo o podría estar enfermo”, señaló.
“Definitivamente es una atmósfera en la que los nervios de todos se intensifican, pero no tenemos tiempo para sentarnos y entrar en pánico. Hay un trabajo que debemos realizar”.
López gestiona el proceso de pedido y entrega en Vons. Él es la persona que esperamos que mantenga los estantes abastecidos, y López y su equipo están trabajando de manera ardua.
“Todos estamos muy agradecidos de que los clientes hagan sus compras en nuestras tiendas”, apuntó. “Pero las cosas crecieron increíblemente rápido... Es un torbellino en este momento, y creo que la gente se está cansando mucho.
“Estamos trabajando seis y siete días seguidos, saliendo tarde y llegando temprano. Debido a que mucha gente todavía está ahí afuera haciendo compras de pánico”.
Las tiendas ahora están limitadas sobre cuanto pueden ordenar de los almacenes principales, “así que más o menos armamos nuestras piezas del rompecabezas y tratamos de descubrir qué vamos a poder obtener”, expuso.
Han aguantado a los clientes groseros, “pero no los culpamos”, dijo. “Tenemos algunos compradores ágiles, algunas personas infelices, pero entendemos su frustración. Sólo están tratando de manejar la situación, como todos nosotros”.
Aún así, he presenciado escenas que me hacen maravillarme de su paciencia y entender por qué los nervios se están deshilachando.
En mi incursión del martes por la mañana a un supermercado local durante las “horas de compras para personas mayores”, una mujer enojada retrasó nuestra entrada mientras reprendía en voz alta al empleado en la puerta porque no tenía la edad suficiente para ser admitida. Esperamos ansiosamente en fila, con guantes de goma y máscaras de papel, hasta que la calmó y nos hizo pasar a la tienda.
Ese es un escenario común, según John Grant, un ex empacador de carne que es presidente del sindicato que representa a los empleados de supermercados en el sur de California. “Hemos tenido noticias de 2.400 miembros que expresaron su preocupación por los protocolos de seguridad, el control de multitudes y el acceso para personas mayores”, manifestó.
“Están lidiando con un público temeroso, aprensivo y frustrado, y que se vuelve hostil”, señaló Grant. “No esperaban esto de su trabajo, pero se dan cuenta de que es su responsabilidad. Han maldecido lo vulnerables que son y, sin embargo, siguen cumpliendo por su profunda dedicación a sus comunidades”.
No lo había pensado mucho hasta ahora, pero el supermercado siempre ha sido un lugar que une a las comunidades. Es el tipo de lugar de reunión improvisado donde era capaz de encontrarme con ese viejo compañero de fútbol, o estar en la fila detrás del director con el que me conflictué cuando mi hijo estaba en la escuela secundaria.
Me encontraba en el supermercado cuando descubrí que Kobe Bryant murió; la cajera y yo estábamos llorando mientras me cobraba. Y a nuestro alrededor, personas de todos los ámbitos de la vida lloraban en grupos o deambulaban conmocionados hasta que encontraban a alguien a quien abrazar.
Mi conversación con López, que todavía ama su trabajo, me hizo pensar en cómo me sentí la última vez que me quedé atrapada en una multitud de compradores temerosos: impaciente y desesperada por reunir lo que necesitaba e irme, porque todos parecían estar estornudando o de pie muy cerca de mi.
Recuerdo poner los ojos en blanco cuando la cajera detuvo nuestra fila en la caja para poder enseñarle al anciano frente a mí cómo usar la aplicación Apple Pay.
“Mi hijo puso esto para mí”, decía, mientras jugueteaba con su teléfono. Le llevó una eternidad pagar los $14 de lentejas secas y atún enlatado que compró.
Entonces pude oír los reclamos detrás de mí: ‘la cajera era ineficiente’; ‘el viejo estaba perdiendo el tiempo’. Pero ahora pienso en esa escena de manera diferente.
Me imagino a ese hombre deambulando por los pasillos solo, confundido y buscando entre estantes vacíos. Y me doy cuenta de que la cajera no estaba ciega ante la impaciencia de nuestra fila.
Ella realmente fue la primera en responder, atendiendo una necesidad más importante pero menos visible.
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