El miedo y el coronavirus se propagan en las prisiones latinoamericanas
El espectro de la propagación del coronavirus está sacudiendo las notoriamente superpobladas y rebeldes prisiones de América Latina.
SANTIAGO, Chile — El espectro de la transmisión del coronavirus se está extendiendo a través de las prisiones notoriamente superpobladas y rebeldes de América Latina, que amenazan con convertirse en infiernos del COVID-19.
La prisión de Puente Alto, en el centro de Santiago, Chile, tiene el mayor brote carcelario de América Latina hasta el momento, con más de 300 casos reportados en la instalación. Los 1.100 reclusos están aterrorizados; el distanciamiento social es difícil de practicar tras las rejas.
“Todos están en contacto entre sí”, reconoció la enfermera de la institución, Ximena Graniffo.
Cualquier intento de reducir el contacto se desvaneció en El Salvador durante el fin de semana pasado, cuando las autoridades apiñaron a los prisioneros -aunque usaban máscaras- en los patios de la prisión mientras registraban sus celdas. Una asombrosa foto publicada por la oficina del presidente, Nayib Bukele, mostraba a cientos de hombres sentados en el suelo, unos contra otros, vestidos sólo con ropa interior. Bukele ordenó la medida después de que más de 20 personas fueran asesinadas en el país el viernes, y la inteligencia sugirió que las órdenes habían provenido de líderes de pandillas encarcelados.
Las cárceles de América Latina albergan a 1.5 millones de reclusos, y las instalaciones a menudo están prácticamente gobernadas por los propios prisioneros debido a la corrupción, la intimidación y el inadecuado personal de guardia. Los presupuestos bajos también crean condiciones ideales para que el virus se propague: a menudo hay poca agua y jabón, y las celdas están colmadas.
Hasta ahora, los funcionarios de las naciones latinoamericanas han reportado juntos cerca de 1.400 casos confirmados de COVID-19, entre reclusos y personal carcelario. El país más afectado es Perú, con 613 casos y al menos 13 decesos, aunque el alcance de las pruebas para determinar la escala total de infecciones difiere de un país a otro.
Si tan sólo esas importantes decisiones no estuvieran en manos de Trump, un presidente tan obviamente no preparado y mal equipado para tomarlas
Cuando la República Dominicana evaluó a más de 5.500 reclusos en la prisión de La Victoria, donde se fabrican máscaras protectoras para el público, las autoridades informaron que al menos 239 dieron positivo.
Tal vez la prueba más completa parece estar teniendo lugar en Puerto Rico, donde el Departamento de Correcciones afirmó el viernes que evaluaría a todos sus reclusos -casi 9.000- detenidos en el territorio estadounidense, así como a 6.000 empleados, incluidos guardias de prisión.
El miedo al virus en sí ya ha resultado mortal. Hubo 23 muertes en disturbios carcelarios en Colombia desde que comenzó la pandemia; más de 1.300 reclusos escaparon de las cárceles en Brasil después de que se canceló un programa de liberación temporal debido al brote, y más de 1.000 realizaron una huelga de hambre en Argentina.
En toda la región, los pedidos son los mismos: protección contra el contagio. Con la mayoría de las visitas familiares canceladas, los reclusos se sienten expuestos, vulnerables, solos y explotados.
Los detenidos informan que los precios en las tiendas de prisiones -informales y formales- aumentaron durante la pandemia, y los familiares ya no pueden traerles alimentos e artículos de higiene del exterior.
“En este momento, una bolsa de jabón en polvo cuesta 29 pesos [$1.20], cuando antes valía 20 [80 centavos]”, detalló un preso en México, que vive en una celda de 12 por 12 pies, junto con una docena más de hombres. El detenido habló bajo condición de anonimato porque estaba usando un teléfono celular ilícito.
Según Human Rights Watch, las condiciones son aún peores en países como Haití, Bolivia o Guatemala.
Las autoridades locales y federales dicen que muchos fraudes han surgido en medio de la pandemia del coronavirus, alimentándose del miedo y la confusión que genera el virus y su falta de cura o vacuna.
La Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, ex presidenta de Chile, calificó las condiciones sanitarias en la región como “deplorables” y pidió la liberación de los presos menos peligrosos.
Países como Chile y Colombia ya han liberado a unos 7.500 reclusos, y el Senado de México aprobó la semana pasada una medida para liberar a miles. Brasil, cuyo presidente ha minimizado la crisis del coronavirus, aún no ha actuado.
La analista de seguridad regional Lucía Dammert consideró que liberar a unos pocos miles de reclusos no reduciría significativamente la amenaza de contagio, y algunos instaron a liberaciones más radicales.
“Los prisioneros han sido condenados a la pérdida de su libertad, no a la muerte, y el estado debe tomar medidas a su disposición”, consideró José Miguel Vivanco, director de las Américas para Human Rights Watch. En muchos países, como Bolivia, la mayoría de quienes están tras las rejas aún no han sido sentenciados, o están en espera de un juicio.
En Chile, el jefe del sistema de guardias carcelarios, Christián Alveal, indicó que los temores de los prisioneros “son totalmente razonables”, y dijo que los funcionarios están trabajando “para minimizar las preocupaciones de los reclusos”.
Algunas cárceles intentaron aliviar la situación al permitir a los presos más llamadas a familiares. Argentina, que tiene 13.000 prisioneros, accedió a las videollamadas. En Buenos Aires incluso se permitió que los reclusos usen teléfonos celulares, que normalmente están prohibidos porque a veces se utilizan para planear y concretar extorsiones.
Los reclusos en la prisión de San Pedro, en la capital de Bolivia, La Paz, tomaron sus propias medidas contra el contagio. Mientras que los reclusos en otros lugares se han amotinado ante las prohibiciones a las visitas familiares, los presos bolivianos decidieron por sí mismos establecer esa medida, y convirtieron las celdas de castigo en calabozos de cuarentena por 14 días, para prisioneros recién llegados.
Graniffo, la enfermera de Puente Alto, parecía resignada a vivir una batalla. “Se hace lo que se puede, con lo que se tiene a mano”, afirmó.
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