Con Trump, muchos inmigrantes de L.A. temen estar en terreno movedizo

Un sueño desplazado

Con Trump, muchos inmigrantes de L.A. temen estar en terreno movedizo

Por Andrea Castillo, Brittny Mejia, Joe Mozingo

El chico parecía vacilante mientras tomaba asiento en la ceremonia de graduación de sexto grado. Delgado, con gruesas gafas, José giró para buscar a sus padres en el auditorio.

Momentos como estos llenaban a su padre, Pascual, con una combinación de orgullo y temor. Observando desde unas pocas filas atrás, estudió el lenguaje corporal de su hijo.

“Bien campeón”, le gritó.

José, de 11 años, sonrió y se relajó.

El niño, que es autista, dependía de sus padres para asistir a los eventos sociales en su vecindario en Lincoln Heights. Eso los preocupaba, pero la intranquilidad se veía agravada por un secreto que guardaban.

Vivían en Estados Unidos sin autorización, y el niño que habían criado desde que era un bebé no era, a los ojos de la ley, su hijo. Siempre habían tenido miedo de ingresar al sistema judicial para adoptarlo formalmente, pero ahora lamentaban no haberlo hecho antes, cuando los tiempos parecían menos difíciles.

José, nacido en Los Ángeles, es ciudadano de Estados Unidos, y cualquier día podrían ser apartados de él.

José, entonces de 11 años, se sienta afuera mientras sus padres Pascual y Josefina asisten a un servicio en la Iglesia de la Epifanía en Lincoln Heights. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

La presidencia de Donald Trump ha puesto nerviosos a los inmigrantes que carecen de estatus legal en todo el país.

En Lincoln Heights, un vecindario de más de 28,000 habitantes, al noreste del centro de Los Ángeles, esa tensión se ha convertido en parte de la vida cotidiana. El año pasado, un equipo de periodistas del Times pasó varios meses allí, para captar cómo uno de los puertos de entrada más antiguos para los inmigrantes de California, sufre con el tono cambiante del debate nacional, y para ver los ajustes cotidianos que los residentes debieron hacer en sus vidas.

Lincoln Heights fue el primer suburbio de la ciudad y el punto de aterrizaje para muchos inmigrantes ingleses, irlandeses, franceses, chinos, mexicanos, italianos y, más recientemente, centroamericanos y personas de origen chino procedentes de Vietnam.

También se convirtió en el centro del movimiento chicano por los derechos civiles. Lincoln High School jugó un papel central en los “estallidos” de 1968, cuando cientos de alumnos de preparatorias, predominantemente latinas, abandonaron sus salones de clase para protestar contra las desigualdades en la educación. Cesar Chávez y el movimiento Los Campesinos Unidos (United Farm Workers) usaron la iglesia de la Epifanía, en Altura Street, como su base en Los Ángeles. La Raza, el periódico del movimiento chicano, se imprimía en el sótano de la iglesia.

Hoy en día, el 70% de los residentes de Lincoln Heights son latinos.

La llegada al poder de Trump, trajo ansiedad a una comunidad que ya se había visto afectada por los cambios económicos que habían destruido muchos de los pilares en que los inmigrantes habían confiado para comenzar una nueva vida.

El aumento de los alquileres comenzó a alejar a los arrendatarios más antiguos y a atraer a jóvenes profesionales. Las compras en línea redujeron los ingresos de las tiendas de Broadway y Main Street, que ofrecían trabajo a los recién llegados. Los trabajos locales en fábricas y en la industria textil llevaban años desapareciendo.

A medida que Lincoln Heights se volvió atractivo para un grupo demográfico con más recursos, que buscaba un lugar prometedor, accesible y asequible para vivir, los residentes de bajos ingresos comenzaron a dudar si aún podrían ganarse la vida aquí. Con Trump en la Casa Blanca y la retórica antiinmigrante impulsada en todo el país, esas dudas eran ampliamente compartidas.


Al igual que muchos inmigrantes indocumentados en Los Ángeles, Pascual y su esposa Josefina, alteraron sus rutinas, esperanzas y planes desde las elecciones presidenciales de 2016. Siempre temerosos de las camionetas blancas y los automóviles negros sin distintivos que podrían venir por ellos ante el más mínimo error.

Así, evitan ciertas partes de la ciudad, conducen con extrema precaución, revisan los estacionamientos para cerciorarse que no hay cerca ningún vehículo de las autoridades federales.

Ellos, como muchos otros en este artículo, solicitaron no mencionar sus apellidos, por temor a convertirse en objetivos de los agentes de inmigración.

En Lincoln Heights, ese miedo es real. Un padre de cuatro hijos, de 48 años de edad, fue detenido en febrero de 2017 mientras llevaba a sus hijas a la escuela.

Después de ese hecho, todos los padres de familia sin documentos, comenzaron a sentir peligro en las actividades cotidianas: conducir, atravesar la seguridad aeroportuaria, disputar un desalojo, hablar en español en el lugar equivocado, discutir con cualquier persona que pudiera llamar a inmigración, obtener una licencia de conducir e incluso solicitar la residencia legal.


Lincoln Heights, fundado en 1873 como el primer suburbio de Los Ángeles, todavía se parece mucho a lo que era cuando rebosaba de trabajadores ferroviarios que construían y reparaban motores de vapor en los talleres de Southern Pacific en Mission Road.

Ahora hay más ventanas con rejas, vallas con cadenas y edificios de apartamentos baratos. Pero muchas de las mansiones victorianas y al estilo Craftsman permanecen, aunque deterioradas por el tiempo.

También permanecen los escaparates de Broadway, las iglesias de ladrillo, el bucólico Lincoln Park y su lago de algas, las vías del ferrocarril y Piggyback Yard, el San Antonio Winery, la cárcel cerrada, los almacenes, las fábricas e incluso las colinas de hierba seca, donde los coyotes merodean y el ganado alguna vez pastó en medio de nogales negros.

El Centro Social ha sido un pilar en Lincoln Heights por generaciones, ahora atiende principalmente a un grupo de adultos mayores. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

A menos de dos millas al noreste del centro de Los Ángeles, Lincoln Heights se encuentra sobre unas 2.5 millas cuadradas densamente pobladas, que se extienden desde las calles industriales llenas de baches a lo largo del río Los Ángeles, hasta tranquilos barrancos que parecen alejados de la ciudad.

El ingreso medio familiar está justo por encima de los $33,000, aproximadamente la mitad que en el condado de Los Ángeles en su conjunto, y tres cuartas partes de los hogares son de alquiler.

Cuando Pascual y su esposa, Josefina, llegaron a Lincoln Heights, en 2001, encontraron junto a la autopista una casa centenaria, con techo de tejas, que el propietario les alquiló por $1,000 a cambio de que Pascual ayudara a repararla: reemplazando las ventanas, pintando y construyendo una escalera y un espacio para almacenamiento.

Pascual intentaba ganarse el puesto de encargado en una empresa de fabricación de metal en el sur de Los Ángeles. Después de 12 años en el país, estos inmigrantes procedentes de una zona rural del estado mexicano de Zacatecas, parecían muy cerca de su sueño.

El pequeño José llegó como una bendición inesperada, nacida de una tragedia. En México, la sobrina de Pascual había sido violada por un conductor de autobús y quedó embarazada. Tuvo numerosas complicaciones durante el embarazo, y el bebé necesitaba un tratamiento médico, que no estaba disponible allá.

Josefina y Pascual, que no habían podido concebir su propio hijo, acordaron criarlo en Lincoln Heights. “Dios no quiso que tuviéramos un hijo propio, pero nos trajo uno”, relató el hombre.

Sin un estatus legal, su vida se construyó sobre una base muy frágil.

Cuando Pascual perdió su trabajo, durante la recesión de 2008, se fue de la empresa en silencio, sin la indemnización por despido que otros habían obtenido. No quiso reclamar por temor a que su jefe llamara a las autoridades de inmigración. Así, empezó a realizar tareas ocasionales, como pintar y construir vallas, para sobrevivir. Luego, en 2014, el dueño de la casa en la que vivía murió, y su heredero decidió venderla.

El nuevo propietario, exdirector creativo del desaparecido cine independiente Cinefamily, le dio a la familia 60 días para irse.

Pascual investigó sus opciones. Podría haber contratado a un abogado para pelear por más tiempo y costos de reubicación. Pero decidió que no valía la pena el riesgo. Así, hicieron las maletas y se mudaron a un departamento en un patio trasero, localizado a 10 minutos de distancia en automóvil, y consiguieron un compañero de cuarto.

Sin embargo, con frecuencia regresaban a su antiguo vecindario para visitar a sus familiares y vecinos, asistir a la iglesia, comprar alimentos y comer en la Llamarada, su restaurante mexicano favorito.

El cambio forzado les recordó cuán frágil era la situación con su hijo. Aunque lo habían criado, y su madre biológica les había dado la bendición para que lo adoptaran, no habían presentado los documentos de adopción debido a su estatus legal en el país.

Ahora, con el endurecimiento de las políticas de la administración Trump contra los inmigrantes, sienten que están en una situación imposible. Como José nació en Los Ángeles, el niño es ciudadano de Estados Unidos, pero ellos no. Si los deportaran, saben que posiblemente no podrían llevarse a José con ellos. Si se trasladaran a México, José no tendría acceso al tratamiento para el autismo que ahora le brinda Medi-Cal.

Gracias a los medicamentos y al tratamiento, José ya no golpea su cabeza contra la pared, no arremete con sus puños ni grita cuando se emociona. Sonríe abiertamente, abraza a sus padres constantemente y obtuvo algunas de las más altas calificaciones en su clase.

José, entonces de 11 años, y su padre Pascual, caminan hacia su automóvil después de asistir a un servicio en la Iglesia de la Epifanía en Lincoln Heights. (Gary Coronado / Los Angeles Times)
José abraza a su padre. (Gary Coronado / Los Angeles Times)
SUPERIOR: José, entonces de 11 años, y su padre Pascual, caminan hacia su automóvil después de asistir a un servicio en la Iglesia de la Epifanía en Lincoln Heights. IZQUIERDA: José abraza a su padre. DERECHA: José, que tiene autismo, camina con su padre a una sesión de terapia de socialización. (Gary Coronado / Los Angeles Times)
José, que tiene autismo, camina con su padre a una sesión de terapia de socialización. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

Pascual consultó a un abogado para explorar sus opciones.

El letrado le dijo que un juez enviaría a un trabajador social para investigar su situación y que era posible que pudieran quedarse con José, pero, teniendo en cuenta el estatus migratorio de Pascual y sus ingresos inestables, también era posible que se llevaran al niño.

Pascual también se enteró de que los agentes de inmigración vigilaban los tribunales para efectuar detenciones. No podía correr ese riesgo. Entonces ahora, como tantos otros, la pareja espera.

Las amenazas de la Casa Blanca han sido difíciles de evaluar para Pascual y Josefina. Por un lado, los oficiales de inmigración no han ejecutado deportaciones masivas. Pero nadie puede asegurarles que estarán a salvo.

Pascual había planeado obtener una licencia de conducir, en el marco de una ley de California, de 2015, que les permite a los inmigrantes indocumentados presentar su solicitud. Al igual que muchos, cambió de opinión cuando Trump resultó elegido, por temor a que los agentes federales, de alguna manera, pudieran obtener su nombre.

El hombre nunca acelera de más, y jamás responde cuando otro conductor se enfurece con él por conducir demasiado despacio. Mantiene sus ojos en los autos a su lado, en caso de que se desvíen. “Cada vez que veo a un oficial de policía, pienso en Tijuana”, dijo.

Después de perder su empleo, Pascual trabaja donde puede. Aquí con un familiar en el vecindario. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

En Lincoln Heights, el arresto, en febrero de 2017, de Rómulo Avélica González, mientras llevaba a sus hijas a la escuela, confirmó los temores que muchos tenían sobre la administración Trump. Los agentes actuaron mediante una orden de deportación para Avélica, basada en condenas por delitos menores cometidos hace mucho tiempo: conducir bajo la influencia de alcohol y llevar una etiqueta robada de registro de un vehículo. Su hija de 13 años lloraba mientras grababa a los oficiales, que metían a su padre en un sedán negro.

En la semana posterior al arresto, los padres indocumentados de Lincoln Heights cambiaron sus rutinas de diferentes maneras. Enviaban a sus hijos nacidos en Estados Unidos al supermercado y la lavandería. Se presentaron en iglesias y escuelas para los talleres de “Conozca sus derechos”. Inundaron con llamadas a los abogados de inmigración. Dejaron de llevar a sus hijos a las prácticas de fútbol en Lincoln Park.

En Academia Avance, la escuela charter con un 98% de alumnos latinos -a la que asisten las hijas de Avélica- los maestros les preguntaron a los padres el año pasado, durante las conferencias de marzo, qué tan preocupados estaban por la inmigración. En una escala del uno al cinco, casi todos los padres respondieron con cinco.

Un reciente informe de la Kaiser Family Foundation parece respaldar esta información, al constatar que los inmigrantes con y sin estatus legal, experimentaron mayor temor y ansiedad en el año posterior a que Trump asumiera el cargo. Algunos padres informaron que temían abandonar sus hogares y que se enfrentaban a una mayor discriminación y desafíos laborales.

Carmen Mora les dijo a sus hijos, de 12 y 15 años, que si ella o su esposo eran deportados a México, todos regresarían juntos.

“Deja de asustarlos”, agregó su esposo, Jesús.

“No es miedo; es estar consciente de lo que puede suceder”, respondió ella.

Anna Pesarozzy, de 42 años, le pidió a la madrina de sus hijos que los llevara a la escuela mientras ella se escondió en su departamento durante toda una semana.

Su hija Camilla, de 16 años, consciente de los temores de su madre, se aferró a ella y lloró todo el tiempo, aterrorizada de que la mujer fuera enviada de regreso a Guatemala. Pesarozzy no tiene idea de quién cuidaría de sus hijos si fuera deportada.

No puede imaginar un regreso a Guatemala. La mujer huyó en 1991, a los 15 años de edad, después de presenciar el asesinato de dos alumnos y dos maestros a manos de narcotraficantes, en su escuela, en Tiquisate. Cuando su familia recibió amenazas, su padre vendió la casa para pagar su pasaje a Los Ángeles.

Durante su adolescencia vivió durante varios años en las calles. Cuando solicitó asilo, el juez dijo que no había presentado suficientes pruebas del peligro que enfrentaba en su hogar y firmó una orden de deportación. Pesarozzy quemó los papeles.

La mujer -que pidió ser identificada en este artículo por el apellido de soltera de su madre- finalmente consiguió un trabajo y ascendió de cajera a contable en una empresa de mantenimiento, mientras criaba a cuatro hijos ella sola. Su hijo mayor estudia una maestría en sociología en Cal State Los Ángeles, su hija mayor está en la Universidad de Grand Canyon; Camilla es una estudiante con promedio de calificaciones de 4.0 en una preparatoria católica en Lincoln Heights, y su hijo menor, Daniel, está en jardín de infantes.

Después del furor inicial por el arresto de Avélica, Pesarozzy se confesó en la iglesia Sacred Heart y le preguntó al sacerdote qué debía hacer. “Anna, tienes que continuar con tu vida”, le respondió el sacerdote, “porque tus hijos te necesitan”.

Ahora conduce como un halcón, en busca de camionetas blancas. Conoce los autos en su vecindario, y si ve uno sospechoso, sigue conduciendo. Compra los alimentos en Food 4 Less a las 11 p.m., pensando que es un momento más seguro, y piensa si será seguro ir a la graduación de su hija mayor, en Arizona, este año.

Con el paso del tiempo, parte del miedo ha disminuido. Pero la amenaza de la deportación y el aumento en los valores de las propiedades revirtieron el sentido de estabilidad que muchos residentes tenían.

Al otro lado de la ciudad, Marisa y su esposo lamentan que muchos vecinos de toda la vida se hayan ido. La pareja vive en los Estados Unidos desde 1990, a donde se mudaron desde una zona rural de Nayarit, México, porque querían que sus hijos tuvieran educación. No les gustó la violencia de las pandillas en Lincoln Heights, los disparos, los helicópteros de la policía con sus reflectores como un “sol de noche”.

Su esposo, un jardinero que obtuvo la residencia legal, logró ahorrar lo suficiente para comprar una casa de tres dormitorios. Ella aprecia que la delincuencia haya disminuido y que el valor de su casa haya aumentado. Pero siente que la gente adinerada está invadiendo la zona. La pareja recibe 20 llamadas por semana, de agentes de bienes raíces, preguntando si están interesados en vender. Cuatro de sus vecinos latinos se deshicieron de sus propiedades.

A diferencia de muchos que han usado Lincoln Heights como un trampolín hacia los suburbios en el Valle de San Gabriel y otros sitios, Marisa y su esposo eligieron echar raíces aquí y trabajar para que sus hijos puedan ser parte de la clase media. Los cuatro jóvenes se graduaron en Lincoln High School, y dos están en la universidad.

Pero el matrimonio sabe que incluso esas raíces profundas pueden ser eliminadas si no permanecen atentos. Por ello, Marisa planea evitar la graduación de su hija de San Diego State, en dos años. Sería demasiado arriesgado aventurarse tan cerca de la frontera, y mucho menos pasar por el puesto de control de inmigración a lo largo de la Interestatal 5, en San Onofre.

Una variedad de tiendas a lo largo de N Broadway en Lincoln Heights. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

Ella ya conoce el dolor de la separación. La hija mayor de Marisa fue deportada; ahora con 31 años de edad, vive en Tijuana. Su padre y sus hermanos pueden visitarla, pero Marisa, que no tiene estatus legal para vivir en Estados Unidos, no la ve hace nueve años.


Con la acalorada retórica y las escasas oportunidades, otros se preguntan si después de todo su viaje al norte valió la pena.

Desde que comenzó la recesión, más inmigrantes mexicanos han regresado a su país de origen que los que han llegado a Estados Unidos, según un análisis de Pew Research Center. En California, muchos se mudan a lugares más baratos, como Las Vegas y Phoenix.

Cuando Angélica, de 51 años, llegó por primera vez, hace más de 30 años, su novio le contaba grandes historias de lo fácil que era triunfar en California.

En realidad, ella debió tener tres empleos para sobrevivir: en una lavandería, cuidando a una pareja de ancianos y como niñera; salía de su apartamento antes de las 6 a.m. y regresaba después de la medianoche.

Eventualmente ahorró $7,000 para ir a la escuela de cosmetología y abrió un salón de belleza en la Avenida César Chávez. Pero, después de una década, tuvo que cerrarlo cuando sus problemas digestivos y la ansiedad la mantuvieron postrada en la cama. Ahora trabaja en el salón de otra persona, en North Broadway, y no está mucho mejor que hace décadas.

Su madre murió hace un lustro, en México, y su padre un año después. Ella no los había visto desde que tenía 19 años. “Pagué el precio de estar en esta gran ciudad”, dijo.

Ahora no se preocupa por ser deportada. En cambio, planea regresar a México pronto, en sus propios términos, para pasar tiempo con la familia que le queda.


En cambio, volver a casa no es una opción para un grupo de residentes de Lincoln Heights: las personas de Centroamérica, que escaparon de la violencia para ganarse la vida en los Estados Unidos.

Ruby y Carlos, una pareja de salvadoreños, tenían una vida estable en San Salvador, la capital de El Salvador. Ruby era contadora y Carlos era asistente de un gerente en una empresa de reclutamiento. Tuvieron dos hijos, Carlos Jr. y Elías; ambos asistían a una escuela privada.

Pero la deportación de miles de pandilleros de Los Ángeles en las últimas dos décadas convirtió a su país -y la vecina Honduras- en dos de los lugares más peligrosos del mundo.

Un día de abril de 2011, un hombre llamó a Carlos al trabajo. “Vamos a cobrarle alquiler”, le dijo. “Sabemos dónde estudian tus hijos. Sabemos que los dejas con tu auto y luego los recoges”.

La persona que llamó le pidió $500. Carlos hizo que su padre pagara, días después, a dos hombres cubiertos con tatuajes. “No voy a esperar a que secuestren a uno de mis hijos”, pensó.

La siguiente llamada llegó con un precio de $1,000. Carlos y Ruby no podían pagarlo, y sabían que las demandas nunca terminarían, así que silenciosamente renunciaron a sus trabajos y volaron a Los Ángeles con visas de turistas.

Habiendo vivido en un país devastado por la guerra y convertido en un mundo de pandillas, aprendieron a controlar el pesar, la ira y el pánico, y a tomárselo con calma.

Así fue como se mudaron con el primo de Ruby, a Highland Park. Carlos consiguió un trabajo en una fábrica de lámparas, en Compton, y otro haciendo entregas para un restaurante en Beverly Hills. Ruby comenzó a limpiar casas.

Encontraron un departamento en Lincoln Heights, en 2012, por $980 a través de un programa de vivienda para personas de bajos ingresos. Los niños asistieron a su primer año de escuela con traductores.

Elías se enamoró del fútbol americano. Carlos Jr. brilló en clase y se volvió adicto a los libros de “The Hunger Games”. Su inglés es fluido.

Después de las elecciones, sus padres los sentaron y les dijeron que debían ser muy cuidadosos. Los chicos llegaron demasiado tarde para ser protegidos por la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), el programa de la administración Obama que otorgó permisos de trabajo a ciertos inmigrantes que arribaron al país sin autorización, cuando eran niños.

El verano pasado, Carlos Jr., de 19 años, tuvo su primera experiencia de las dificultades que tendrá por delante. Necesitaba un trabajo y pensó en McDonald’s e In-N-Out, pero le exigieron un número de Seguro Social.

Poco después, hizo dos días de entrenamiento como vendedor de cubiertos en Pasadena. Cuando la compañía quiso contratarlo, él puso su número de identificación fiscal en la aplicación, pero le respondieron que debía colocar su número de Seguro Social. El muchacho se disculpó y tomó el tren de regreso a casa.

Carlos Jr., 19, attends a math tutoring session at UCLA, where he started as a freshman in September. (Gary Coronado / Los Angeles Times)
—>

Con la sonrisa fácil, Carlos Jr. entierra cualquier ansiedad sobre el futuro. Aprendió de sus padres a mantener a raya el caos de la vida.

El edificio donde vive su familia tiene alfombras manchadas, llenas de basura. Pero la puerta de entrada a su apartamento se abre a una visión de limpieza y meticuloso orden: un contenedor de armario para los cargadores, una ordenada pila de calculadoras y una pizarra que enumera las universidades que aceptaron a Carlos Jr.

El joven comenzó a estudiar en UCLA, en septiembre pasado, y quiere ser profesor de matemáticas o maestro. Sabe que puede obtener el título, pero sus perspectivas de empleo dependerán de ese número de Seguro Social. “¿Valdrá la pena tener un título si, al final, la escuela a la que me postule para enseñar me dirá que no?”, se pregunta. Luego hace una pausa. “Todo lo que puedo hacer es tener optimismo”.

Carlos es estudiante de primer año en UCLA. Su objetivo es ser maestro de matemáticas. (Gary Coronado / Los Angeles Times)
Carlos, de 19 años, al centro, asiste a una sesión de tutoría de impartida por Amy Xiao, izquierda, en el campus de UCLA. (Gary Coronado / Los Angeles Times)
SUPERIOR: Carlos es estudiante de primer año en UCLA. Su objetivo es ser maestro de matemáticas. IZQUIERDA: Carlos, de 19 años, al centro, asiste a una sesión de tutoría de impartida por Amy Xiao, izquierda, en el campus de UCLA. DERECHA: Carlos, de 19 años, a la derecha, de Lincoln Heights, asiste a una clase de Estudios Chicanos en el campus de UCLA.(Gary Coronado / Los Angeles Times)
Carlos, de 19 años, a la derecha, de Lincoln Heights, asiste a una clase de Estudios Chicanos en el campus de UCLA. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

José, el hijo autista de Pascual y Josefina, comenzó la secundaria en septiembre. En octubre cumplió 12 años y sus padres organizaron apresuradamente una fiesta, un miércoles por la noche, para celebrar. Le compraron como regalo el videojuego de fútbol “FIFA 17”.

Pascual se metió en su camioneta roja, llena de materiales de construcción, para comprarle a José un pastel de cumpleaños en un supermercado mexicano cercano. Fue cauteloso, siempre poniendo las direccionales y manteniendo la velocidad baja. Solo había chocado a otro vehículo una vez, en 2000. El hombre, también latino y que conducía una chatarra, se aprovechó de la desesperación de Pascual y lo extorsionó con $4,000 dólares para no llamar a la policía.

“Pero, ni modo”, dijo. “Era mejor que ser reportado”.

En la tienda, Pascual compró un pastel redondo blanco, y le pidió a la mujer detrás del mostrador que escribiera “Feliz cumpleaños José”, con glaseado rojo y azul.

Pascual espera que su hijo José baje del autobús escolar en su casa en Los Ángeles. (Gary Coronado / Los Angeles Times)

No había visto tanto a su hijo ese mes. Con su nuevo trabajo remodelando casas cerca de Temecula, donde vive su hermano, conducir ida y vuelta hasta allí lo ponía nervioso, especialmente porque estaba cerca de un puesto de control de la Patrulla Fronteriza, en la carretera Interestatal 15, y por eso había decidido quedarse con su hermano varias noches a la semana.

Cuando llegó a casa con el pastel, José corrió hacia él, radiante y feliz por el juego de la FIFA.

“¡Papá, gané! ¡Gané 2-0!”, le dijo.

“Ese es mi chico”, respondió él.

Credits: Producción por Andrea Roberson