Mientras trataba de decidir si dejaba su trabajo, Ilianna Salas pensó en su abuela que viajó a California desde un pueblo mexicano con nueve hijos y sin ningún plan.
Pensó en su madre, que nunca terminó la escuela, y en su padre, que de niño empaquetaba azúcar y arroz para ganarse unos pesos.
A base de trabajo duro y tal vez algunos golpes de suerte, habían logrado formar parte de la clase media estadounidense.
Ilianna y sus primos, todos con estudios universitarios, son el fruto de su trabajo y el orgullo de la familia.
Entonces llegó la pandemia del COVID-19, que amenazó con acabar con el negocio familiar de la ropa, convirtiendo la promesa de un futuro mejor en un espejismo.
Ilianna, de 25 años, decidió arriesgarse: dejar la seguridad de un trabajo de mercadotecnia en su alma mater, Cal State San Luis Obispo, y abrirse camino como empresaria, con la esperanza de construir un mayor patrimonio generacional y asegurar el futuro de su familia.
La pandemia ha atacado a los latinos con especial ferocidad. Su enorme efecto sobre la clase media del mayor grupo étnico de California tiene importantes implicaciones para la economía y el futuro del estado.
Para familias como la de Ilianna la pandemia también ha despertado un profundo sentimiento de ansiedad.
Ilianna no tiene que mirar muy atrás para ver la pobreza que sufrieron sus padres y abuelos. Está presente en los álbumes de fotos viejas y en las historias que le cuenta su abuela Rosa.
Antes de la pandemia, alrededor del 38% de la población latina del estado se situaba en una franja de ingresos que los colocaba en la clase media, un poco por debajo del porcentaje de blancos, según un informe del Instituto Económico Latino de California.
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Sin embargo, más de la mitad de los latinos se encontraban en el segmento de ingresos más bajos, y muchos de la clase media corrían el riesgo de caer en picada, dijo Mindy Romero, autora del informe.
Según el Centro de Investigación Pew, cerca del 60% de los latinos dijeron que ellos o alguien de su hogar perdió un trabajo o experimentó recortes salariales en los meses posteriores al inicio de la pandemia, en comparación con el 44% de la población estadounidense en general.
En la última década, los latinos han acumulado riqueza a un ritmo más rápido que otros grupos en California, aumentando su parte de la gráfica en la quinta economía más grande del mundo. Si los latinos tienen problemas, también los tiene el estado.
“Si los latinos se quedan atrás, eso va a tener un impacto significativo en la economía general de California”, expuso Romero. “No puedes dejar atrás a tu comunidad más numerosa”.
Para la familia de Ilianna, el largo camino hacia el sueño americano comenzó a finales de los años 70 en el estado mexicano de Colima.
Rosa Cárdenas y sus hijos vivían en un rancho cerca de una playa en la que abundaban los mangos y la vegetación tropical. La vida de Rosa giraba en torno a su marido, un ganadero llamado Tobías Verduzco.
Ella se levantaba cuando él lo hacía, y preparaba el desayuno y la cena antes de que él llegara a la mesa.
Verduzco era tranquilo y no se relacionaba mucho con los niños, según recuerda su hija Gloria Verduzco. Pero era muy goloso y de camino a casa les compraba a sus hijos un paquete de galletas María, una popular marca mexicana de galletas.
Gloria tenía siete hermanas, un hermano y ninguna preocupación. Eso cambió en 1976, cuando su padre fue asesinado.
La historia de su muerte está rodeada de misterio. La hermana de Gloria, Ghia Verduzco, dice que fue obra de un tío por una disputa de tierras.
Los investigadores intentaron culpar de su muerte a Rosa. La afligida viuda tuvo que defenderse ante un juez.
Con algunas de sus hijas a su lado, le dijo: “Su señoría, mire a estos niños que tengo que mantener. ¿Cree usted que mataría a mi marido?”
El juez la dejó en libertad. Decidió huir, temiendo que su cuñado tratara de vengarse de ella.
Primero envió a sus hijas mayores, incluida Gloria, a este lado de la frontera con una tía. Ghia se fue después, con su madre.
En un nuevo país donde no conocía el idioma, Rosa recurrió a lo que conocía: la costura. Alquiló una casa de dos habitaciones en Pacoima.
Pronto empezó su propio negocio. A veces, los clientes no pagaban. Su escasa educación y su limitado nivel de inglés le impedían defenderse.
Aun así, reunió lo suficiente para comprar su primera máquina de coser industrial y, con el tiempo, su primera casa, en una zona de La Puente.
Rosa se levantaba antes que saliera el sol, poniendo bolillos con mantequilla en el horno para calentarlos. Después de la escuela, los niños recorrían la corta distancia hasta su casa, donde Rosa se reunía con ellos y los llevaba a su trabajo en una fábrica de ropa.
A cada uno se le asignaba una tarea. Uno ponía las piezas de una prenda. Otro colocaba los botones.
Gloria no recuerda que su madre les enseñara a coser. Debieron aprender solos, observándola a ella.
En casa, recuerdan haberse escondido bajo la cama mientras los helicópteros de la policía pasaban por encima. Las pandillas y las drogas estaban a la orden del día.
Se entretenían hojeando revistas de moda, admirando los estilos de los años 80 y 90. Los fines de semana, Rosa los llevaba a ventas de garaje en West Covina. Conducían por la calle Hollenbeck, contemplando las hermosas casas.
Rosa nunca se volvió a casar y crio a sus nueve hijos casi sola.
Varias de sus hijas acabaron abriendo sus propios negocios de ropa. En su época de esplendor, la familia llegó a tener hasta 10 tiendas. Todos los hijos de Rosa, excepto uno, compraron casas en West Covina.
La mayoría de los miembros de la familia obtuvieron la tarjeta verde en la amnistía de 1986 y acabaron convirtiéndose en ciudadanos estadounidenses. Rosa, temerosa del examen de ciudadanía, nunca lo hizo.
Sus nietas, Ilianna y su hermana Paulina, asistieron a escuelas católicas. Se criaron en una casa de cuatro habitaciones, con palmeras y amplios patios delanteros y traseros, como los de la elegante calle que su madre, Gloria, tanto había admirado de niña.
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Aunque Rosa nunca intentó convencer a sus hijos de que dejaran sus estudios, Gloria, queriendo ayudar a su madre, abandonó la escuela después del décimo grado.
Más tarde, Gloria se asoció con su futuro marido, Carlos, hijo de un zapatero que emigró de Guanajuato (México) cuando era adolescente. Hacían ropa juntos y la vendían en un mercado de Costa Mesa. Hacia el año 2000, compraron 4Kids Clothes.
Fue la única tienda física de la familia que sobrevivió a la recesión de 2008 y al auge de Amazon.com y otras tiendas online.
Un fin de semana antes de la Navidad del año pasado, en medio de un empeoramiento del COVID-19, Gloria y Carlos iban de un lado a otro de la tienda, arreglando maniquíes y ajustando la ropa mientras los transeúntes, con mascarillas, miraban a través de las puertas de cristal. Pronto, los clientes entraron por un laberinto de pasillos entre estantes de ropa estrechamente organizados.
“Hola, bienvenidos”, saludaba Gloria a cada cliente, primero en inglés y luego, si no notaba respuesta, en español. “¿Buscaba algo en particular? Tenemos un 30% de descuento en todos los zapatos y ropa informal”.
Ese ajetreado fin de semana antes de las vacaciones estaba muy lejos de los primeros días de la pandemia, cuando tuvieron que cerrar durante meses.
Carlos perdió seis kilos y su presión arterial se disparó. Gloria estuvo a punto de rendirse.
“Sentí que íbamos a perderlo todo. Estábamos en una muy mala situación”, dijo Carlos.
Debían tres meses de alquiler y tuvieron que echar mano de sus ahorros.
“Dijimos: Ni modo. Cerremos la tienda”, relató Gloria.
Sus hijas les convencieron de seguir adelante.
En mayo, Ilianna sacó el contrato de alquiler y lo revisó. Contrataron a un abogado para negociar con el casero, que les reclamaba la renta atrasada.
“La pandemia me ha hecho reflexionar en muchos sentidos. Si realmente quiero ‘triunfar’ en esta sociedad, voy a tener que crear mi propio camino y crear mis propios trabajos para mí, porque no tengo un colchón”.
— Ilianna Salas
Gloria y Carlos empezaron a fabricar y vender mascarillas. Con la ayuda de sus hijas, crearon una página web e hicieron algunas ventas.
Sin embargo, para junio, estaban acabados.
Justo cuando estaban cargando la mercancía en su camioneta, listos para cerrar definitivamente, las autoridades estatales anunciaron que los negocios minoristas podrían reabrir de forma limitada.
Ilianna ayudó a sus padres a solicitar un préstamo del Programa Federal de Protección del Salario. Vio seminarios web, se puso en contacto con la Administración de Pequeñas Empresas y entró en el sitio web de Wells Fargo “cada minuto”.
Wells Fargo los rechazó, sin dar una razón. Ilianna volvió a solicitarlo en un banco pequeño. Finalmente, recibieron unos 17.000 dólares.
Al menos se salvaron del virus. Nadie de su familia inmediata enfermó.
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El negocio que Rosa puso en marcha con una sola máquina de coser permitió que sus hijos abrieran sus propias tiendas, y que sus nietos se iniciaran en el mundo del trabajo.
Los más de 30 miembros de la tercera generación tienen estudios universitarios o van a ir a la universidad. Son propietarios de negocios, diseñadores gráficos, productores musicales, ingenieros, creadores de organizaciones sin ánimo de lucro y mucho más.
Muchos trabajaron en las tiendas de sus padres mientras crecían. Algunos consideraban que las tareas de administración de un negocio eran algo importante. Otros sentían alegría y responsabilidad en el trabajo.
Los nietos tienen historias mucho menos dramáticas que las de su abuela. Ese fue siempre el objetivo.
Al igual que su madre, Ilianna pasaba las tardes después de la escuela rodeada de enormes rollos de tela y maquinaria de costura.
Corriendo alrededor de las grandes mesas donde trabajaban sus padres, ella y su hermana se divertían con “cosas de niños”.
“Recuerdo haber jugado allí engrapando y cosiendo telas”, dice.
De adolescente, Ilianna trabajaba en la tienda los fines de semana. Sentía el deber de ayudar a su familia.
Su padre se aseguraba de que sus hijas tuvieran salidas típicas de una próspera familia de inmigrantes, algo que él y su madre no tuvieron.
Después de la iglesia de los domingos, Carlos las llevaba a buffets chinos, a atracciones locales como el Arboretum de Arcadia y al Tito’s Market de El Monte para comer sándwiches. Cuando Ilianna no estaba en clases de arte, iba a animar a su hermana en los partidos de voleibol. Se tomaban vacaciones familiares anuales.
Recientemente, sentada en el patio de una cafetería de Glendora, Ilianna se reía mientras observaba fotografías de su infancia. Hay una en la que aparecen ella y su hermana con cortes de cabello idénticos a los de “Dora la Exploradora”.
Otra fotografía en blanco y negro muestra a la abuela “más fabulosa” de Ilianna, posando con sus hijas en una boda familiar, con un vestido largo sin hombros.
Hoy en día, Rosa es una matriarca de 78 años, con el pelo corto por encima de las orejas y salpicado de canas, y las manos desgastadas.
Vive en una modesta casa en una calle tranquila de West Covina, con tres dormitorios y un patio de buen tamaño.
Se levanta a las 5 de la mañana para ocuparse de su jardín. Riega, poda y cosecha sus plantas y árboles frutales, incluyendo enormes mangos y aguacates que guarda como regalo para sus hijos y nietos, dice Ilianna.
Rosa sigue cosiendo para los negocios de sus hijas. Para Ghia, que tiene una tienda de ropa infantil en Internet, puede diseñar un nuevo patrón. Para Gloria, hace pequeños moños y otros accesorios.
El trabajo duro está tan arraigado en Rosa que no puede sentarse y estar tranquila. A veces se muestra consternada por su inactividad, aunque se haya pasado todo el día trabajando en el jardín.
“Mi abuela es un encanto”, dice Ilianna. “Es mi inspiración”.
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En marzo de este año, Ilianna estaba de vuelta en su oficina en Cal Poly San Luis Obispo.
Su escritorio estaba vacío, salvo por un monitor de la computadora y algunas plantas de oficina. Dejó sus llaves y un cheque en la biblioteca por un artículo atrasado y transfirió archivos a sus colegas.
Sabía que tendría que trabajar más duro que sus compañeros con más patrimonio familiar, solo para poder permitirse una casa y una familia. Pero tenía su título universitario y la ética de trabajo de sus padres. Confiaba en que tendría éxito.
Decidió que su futuro estaba en seguir el espíritu empresarial de su familia. No sería fácil ni estaría exento de riesgos.
Pero la pandemia le hizo darse cuenta de que un trabajo aparentemente estable podía evaporarse. Tenía que arriesgarse, por la posibilidad de una mayor recompensa.
“La pandemia me ha hecho recapacitar en muchos sentidos”, dice. “Si realmente quiero ‘triunfar’ en esta sociedad, voy a tener que crear mi propio camino y mis propios trabajos, porque no tengo un colchón”.
En verano, Ilianna y su hermana iniciaron un negocio de mercadotecnia creando logotipos de marcas y sitios web. Ella cobraba unos 400 dólares por cada uno, sabiendo de primera mano que muchas pequeñas empresas de propietarios latinos no podían permitirse mucho más.
Planeaba obtener un MBA para reforzar sus habilidades como futura propietaria de un negocio.
Mientras tanto, había conseguido un trabajo de mercadotecnia en una empresa manufacturera de Anaheim. Sus actividades secundarias estaban en un segundo plano, pero seguían en su mente.
Estaba avanzando hacia algo, aunque no sabía exactamente hacia dónde.
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