Cada mañana, Sergio Ayala peinaba a sus hijas con trenzas, las dejaba en la escuela y se dirigía al trabajo.
Le encantaba su empleo como supervisor de campo en la empresa de control de plagas de su cuñado. Pero deseaba tener un negocio propio y estaba estudiando para convertirse en barbero profesional. Quería hacer un fondo de ahorro para la universidad de sus tres hijas y su hijo más pequeño.
En enero, todos esos sueños se truncaron. Cree que su familia contrajo el coronavirus mientras practicaba sus habilidades de barbero en las casas de sus clientes.
Ayala murió de COVID-19 a los 37 años.
A su compañera, Lizeth Sánchez, le preocupa no poder ocupar su lugar.
“Pienso: ‘Dios, ¿y si no puedo darles la educación que su padre quería para ellos?’”, dijo Sánchez. “¿Y si solo puedo pagar por la educación de uno de ellos? Eso me asusta”.
En California, los latinos más jóvenes están muriendo de COVID-19 en tasas mucho más altas que sus homólogos blancos y asiáticos. Los negros más jóvenes también están muriendo a tasas elevadas, pero la disparidad es más marcada para los latinos.
A medida que más personas se vacunen, se levanten las restricciones de la pandemia y la economía se recupere, las familias de los latinos jóvenes que murieron sentirán la pérdida durante décadas, no solo por el dolor sino también por las dificultades financieras que enfrentarán a largo plazo.
Será más difícil para sus hijos obtener una educación y lograr una movilidad social ascendente, ampliando potencialmente la división de clases en las próximas décadas.
En California, los latinos de entre 20 y 54 años han muerto de COVID-19 a un ritmo más de ocho veces superior al de los blancos del mismo grupo de edad, según un estudio del Departamento de Medicina Preventiva de la USC.
Muchos, como Ayala, murieron antes de que las vacunas estuvieran ampliamente disponibles.
“Los latinos están siendo golpeados desde todos los ángulos”, dijo Christina Ramírez, profesora de bioestadística en la UCLA. “Esto se va a sentir durante generaciones”.
Ayala fue criado por su madre soltera, una inmigrante salvadoreña que vivía en un pequeño apartamento en North Hollywood.
Con sus ingresos de PestCal Exterminators, ahorró lo suficiente para comprar una casa en Panorama City. Era una casa con techos altos -algo que siempre había deseado- y lo suficientemente grande para su familia.
Además de cubrir la mayoría de los gastos de la casa y la hipoteca, se ocupaba de las niñas, realizando con toda eficacia la rutina matutina después de que Sánchez saliera temprano a trabajar. Las consentía casi todos los días con una buena merienda o con un juguete de la tienda de 99 centavos.
Después de tomar una licencia por duelo, Sánchez volvió a su trabajo en una empresa de fabricación de dispositivos médicos. Había estado esperando volver a la escuela y obtener su título en sociología una vez que Ayala se convirtiera en barbero.
“Apenas estábamos cosechando [los beneficios del] trabajo duro”, dijo.
Los hijos de Ayala -Janelly y Melanie, ambas de 10 años, Leanna, de 7, y Sergio, de 2- son demasiado pequeños para comprender la forma en que sus vidas cambiarán a medida que crezcan.
Frecuentemente antes de dormir sus hijos preguntan a Dios: “¿Por qué él? ¿Por qué no pudo ser otro?”, relató Sánchez.
Rubén, de 51 años, murió el 12 de enero. Cindy, de 47 años , falleció al día siguiente. Rubén había recibido su primera dosis de la vacuna apenas unos días antes.
Brianna, su tía y su abuela siguen viviendo en el mismo apartamento, pero todos han colaborado para cubrir los gastos. Ella está aprendiendo a construir su crédito y recorta lujos, como la suscripción familiar a Netflix.
Ha empezado a sentir la presión de seguir adelante con su vida y conseguir un trabajo, pero su dolor no ha sido fácil de superar. En clase, a veces se desconectaba de todo, pensando en todas las cosas que tenía que poner en orden en su casa.
En agosto, se tomó un descanso de la escuela para centrarse en su salud mental. Está solicitando trabajos administrativos, pero aún no ha conseguido ninguno.
“Ellos se las ingeniaban para cuadrar todas las cuentas”, dice de sus padres. “Eso es lo que tengo que asumir ahora. He tenido que crecer en un año”.
Los investigadores llevan tiempo observando un fenómeno conocido como la paradoja latina. La esperanza de vida media de los latinos es más larga que la de los blancos, a pesar del escaso acceso a los servicios médicos y los mayores índices de pobreza y diabetes.
Son tantos los latinos que han muerto jóvenes de COVID-19 que los investigadores se preguntan si la paradoja se mantendrá.
Hasta el 1 de diciembre, en conjunto, los latinos de California han perdido alrededor de 370.000 años de vida potencial a causa del COVID-19, dijo el investigador de bioestadística de la UCLA Jay Xu.
La vulnerabilidad de los latinos más jóvenes al COVID-19 se debe a una confluencia de factores socioeconómicos y de salud, creen los investigadores.
La falta de seguro médico, o una cobertura deficiente con copagos elevados, puede llevar a las personas a retrasar la visita al hospital, lo que aumenta la posibilidad de un caso grave y mortal, dijo Rita Hamad, directora asociada del Centro para la Equidad en la Salud de la UC San Francisco.
Los latinos son más propensos a vivir en casas sobrepobladas y multigeneracionales con parientes inmigrantes de mayor edad, tienen poco acceso a la asistencia sanitaria y trabajan en sectores esenciales que les obliga a presentarse en persona.
También son más propensos a vivir en barrios muy contaminados y tienen mayores tasas de diabetes, hipertensión y obesidad, condiciones asociadas a casos graves de COVID-19, según los investigadores.
Los latinos tienen la tasa de vacunación más baja de todos los grupos demográficos del estado, y los latinos más jóvenes están especialmente rezagados.
Las razones incluyen la desinformación en los medios sociales y los horarios de trabajo inflexibles que dejan poco tiempo para una cita. Los expertos en salud pública y los defensores de la comunidad están tratando de hacer saber a los latinos que necesitan la vacuna, especialmente porque ya han perdido mucho a causa del virus.
El efecto dominó de cada muerte es profundo. Algunos de los latinos más jóvenes mantenían a varias generaciones de sus familias, tanto aquí como al otro lado de la frontera.
Cada dos semanas, Jorge Ortega, de 38 años, salía de su trabajo como repartidor, a veces a medianoche, y hacía el viaje de tres horas a Tijuana para ver a su novia, Viviana Seguro Gaitán, y al hijo de ambos recién nacido.
En las 48 horas que pasaban juntos, la pareja saboreaba cada momento, incluso cuando estaban sentados en el sofá viendo películas todo el día.
Cuando terminó el fin de semana, Ortega volvió a Los Ángeles el lunes por la mañana temprano, a tiempo para trabajar.
Después de un turno de 12 horas, se dirigía a su apartamento de Los Ángeles, donde vivía con su madre, Yolanda Ortega, y su hijo de 14 años de otra relación.
En ambos hogares, Ortega pagaba el alquiler, la comida y otras necesidades de las dos mujeres más importantes de su vida.
En enero, Ortega murió repentinamente de COVID-19. Como en el caso de Ayala y los Trejo, las vacunas aún no estaban disponibles para su grupo de edad.
“Él quería iniciar el proceso para hacerse ciudadano estadounidense”, dijo Seguro Gaitán, de 38 años. “Nos íbamos a casar y a vivir juntos. Teníamos planes de comprar una casa para los niños”.
En la oficina de PestCal en el norte de Hollywood, la presencia de Ayala se sigue sintiendo.
Un mes después de su muerte, su cubículo de la esquina estaba repleto con sus pertenencias, incluido un mensaje de una de sus hijas garabateado en una nota adhesiva amarilla: “Hola, me llamo Melanie Ayala”.
Sus botas de trabajo y sus guantes de látex verde, con su apodo, “Surge”, escrito en letras estilo grafiti, estaban encima de un cobertizo.
En la sala de descanso, el cuñado de Ayala, Kevin Campos, contemplaba un retrato conmemorativo con un halo amarillo sobre la cabeza de Ayala.
Tras la recesión de 2008, Campos reclutó a Ayala para que le ayudara a poner en marcha PestCal. Los dos hombres a menudo recibían portazos en la cara mientras buscaban clientes, recuerda Campos.
Antes de conocer los sueños de su cuñado como peluquero, había planeado darle a Ayala una sucursal de la empresa.
Campos mantiene una cara seria y un tono desenfadado en la oficina, pero quiere ser un apoyo para su familia.
Piensa en lo que les pasaría a su mujer y a su hijo si él muriera de repente. Ha reforzado su plan de seguro de vida y su cartera de jubilación, por si acaso. A veces, se esconde en una habitación a solas para que no le vean llorar.
Los hijos de Ayala suelen pasar los fines de semana con Campos y su familia. Su mujer, Nidia Campos, era hermana de Ayala.
“Nos ha afectado bastante, sobre todo porque era muy joven y tenía mucho por delante”, dijo. “Estaba trabajando para hacer muchas cosas que no pudo lograr”.
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