Antes del COVID apenas lograban subsistir limpiando oficinas. Ahora, esta familia lucha por sobrevivir
Glenda Valenzuela echó unos frijoles enlatados en una sartén con cebollas: el desayuno para su marido y sus tres hijos pequeños.
Agarró una bolsa de alubias blancas, las lavó y las puso en la olla de cocción lenta.
Eso sería el almuerzo. Para la cena había más alubias. Y también para el desayuno de la mañana siguiente.
Antes, Valenzuela y su marido, Mario Alarcón, trabajaban a tiempo completo limpiando oficinas, escuelas y otros edificios. Con el dinero que ganaban juntos, podían llevar a sus hijos a un buffet o a una noche de cine con palomitas y refrescos.
Soñaban con más: una casa más grande, en un barrio donde su hijo mayor autista pudiera tener mejores servicios y donde Alarcón pudiera expandir su espíritu empresarial.
Hasta que llegó la pandemia del COVID-19 todo parecía estar al alcance de la mano de estos dos inmigrantes sin estatus legal.
Ahora, un billete de 10 dólares perdido en el fondo del bolso de Valenzuela puede parecer un regalo del cielo.
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Alarcón y Valenzuela se conocieron en una acampada en el río Kern en 2010.
Él era de Veracruz, México. Ella era de Ciudad de Guatemala, Guatemala.
Alarcón llegó a Los Ángeles a los 17 años, con la esperanza de ahorrar el dinero que ganaba en restaurantes y trabajos de conserjería, para obtener un título de ingeniería informática en su país. Ella huía de una relación abusiva.
Hicieron una vida juntos en Los Ángeles. Su primer hijo, Ángel, nació en 2012. Daniel llegó dos años después.
Ambos tenían experiencia en limpieza, así que empezaron a trabajar para una empresa que es contratada por edificios de oficinas.
Como segundo empleo, Alarcón reparaba muebles para una tienda de antigüedades en San Marino. Había aprendido el oficio observando a su padre en México. La paga era de 22 dólares la hora, frente a los 13 dólares que ganaba limpiando.
Seis días a la semana, Alarcón trabajaba un turno de 8:30 a 17:30 en la tienda de muebles, y luego se dirigía al Departamento de Motores y Vehículos en El Monte o a la oficina de un arquitecto en Burbank, donde limpiaba hasta la medianoche.
Los fines de semana reparaba mesas, sillas y aparadores para clientes que había conocido en la tienda de muebles. Eso no le dejaba mucho tiempo para estar con su familia. Pero sonreía satisfecho cuando revisaba los ingresos de él y su mujer: casi 55.000 dólares en 2018 y una cantidad similar en 2019.
Fue una bendición, especialmente después de saber que estaban esperando su tercer hijo.
Pudieron pagar las facturas y su alquiler de 1.300 dólares, incluso “derrochando” en matinés en los cines de Highland con boletos de 3 dólares por cabeza.
Cuando Ángel y Daniel preguntaban si podían ir a Chuck E. Cheese, decir “sí” no era difícil.
En 2019, cuando su auto se descompuso, Alarcón compró a crédito un vehículo nuevo de 30.000 dólares. El pago era de más de 600 dólares al mes, pero con un buen presupuesto, podían arreglárselas.
Era un Honda Accord plateado 2020 con cinco plazas, lo justo para su familia, aunque no lo suficientemente grande para transportar los muebles de sus clientes. Para eso, Alarcón pedía prestada la camioneta de un amigo.
Contrataron a un abogado para lograr su sueño de la ciudadanía, pagando los honorarios con sus modestos ahorros.
En octubre nació Alfredo.
La audiencia final de residencia de Valenzuela estaba prevista para la primavera de 2020.
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En marzo de 2020, los trabajadores de las oficinas de todo el país fueron enviados a casa.
Las luces de los edificios se apagaron. Los cubículos cubiertos de fotos familiares y pilas de papeles, suculentas cenas y mensajes de Feliz Año Nuevo se congelaron en el tiempo.
Tuvieron interminables reuniones vía Zoom en improvisados despachos en casa. Muchos lucharon contra el aislamiento.
Pero tenían la libertad de establecer sus propios horarios. Ahorraban dinero en gasolina y pasaban menos tiempo en las congestionadas autopistas. Algunos se mudaron fuera de la ciudad, dejando atrás su costoso alquiler. Siguieron cobrando sus sueldos.
Los conserjes, sin embargo, no fueron tan afortunados.
Con las oficinas vacías y los eventos cancelados, al menos la mitad de los cerca de 100.000 trabajadores de limpieza del Sindicato Internacional de Empleados de Servicios de California -que trabajan en centros comerciales, lugares de ocio y oficinas- perdieron sus empleos o vieron reducidas sus horas, dijo David Huerta, presidente del SEIU-United Service Workers West.
Antes de la pandemia, los jefes de Alarcón en la tienda de muebles lo despidieron tras enterarse de su trabajo de fin de semana.
Luego, en marzo, mientras los trabajadores de oficinas se refugiaban en casa, las horas de limpieza de Alarcón se redujeron. Sus clientes de reparación de muebles, temerosos de contraer el coronavirus, también dejaron de llamarle.
Alarcón pasó de trabajar 16 horas diarias en tres trabajos a solo cuatro horas al día. Valenzuela fue despedida por completo.
Su audiencia de residencia se pospuso hasta 2022, y su permiso de trabajo expiró. No podía pagar los 1.000 dólares para renovarlo, así que su subsidio de desempleo caducó.
La familia se retrasó en todo: el alquiler, el pago del auto, los recibos de electricidad y gas.
Cancelaron el entretenimiento en casa, como Netflix y la televisión por cable, que hizo la vida durante la pandemia un poco más llevadera para los estadounidenses de mayores ingresos.
Compraron una antena para ver algunos canales de televisión y cambiaron sus iPhones a un plan más asequible.
Se volvieron asiduos a los bancos de alimentos y obtuvieron dinero para el alquiler de las organizaciones locales sin fines de lucro.
Valenzuela empeñaba sus joyas -cadenas de oro, pendientes y anillos-, las recuperaba y las volvía a empeñar.
La familia recibió otro golpe alrededor de la Navidad de 2020, cuando los cinco enfermaron de COVID-19.
Creen que se contagiaron en el supermercado o que Alarcón lo contrajo en el trabajo.
Valenzuela no podía parar y descansar. Tenía que cuidar a sus hijos. Mientras amamantaba a su bebé con fiebre, le preocupaba estar haciéndole daño.
“No me voy a morir”, le dijo a su marido. “No voy a dejar que tú o mis hijos se mueran”.
Alarcón perdió 12 kilos. Caminar desde la sala hasta el dormitorio le dejaba sin aliento.
No trabajó durante dos semanas. La empresa de limpieza le pagó de igual manera, pero tuvo que suspender sus reparaciones de muebles.
Un año y medio después de perder la mayor parte de su trabajo estable, incluso a pesar de que Alarcón se ha vuelto cada vez más ingenioso en sus empleos secundarios, todavía no pueden ponerse al día con el alquiler. Siempre van con uno o dos meses de retraso.
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Viven en una pequeña casa trasera en Monterey Road en Montecito Heights.
La entrada a su casa está cubierta con lonas para que Alarcón pueda trabajar en sus muebles.
Encima del sofá familiar, un cuadro de la Virgen María vestida de verde cuelga en un marco dorado. Jesús está a su lado.
Un día reciente, un somnoliento Ángel, de 9 años, salió de su dormitorio y saludó a sus padres con una sonrisa.
“Bebé, ¿vas a comer?”, le preguntó su madre, ¿tienes hambre?
Le dio dos opciones: ¿frijoles con tortillas o waffles?
“Frijoles”, respondió Ángel.
Desde la sala, Alfredo, de 2 años, le hizo saber a su madre que quería agua.
“Todo esto lo conseguí en un banco de alimentos”, dijo Valenzuela, señalando sus reservas de frijoles, arroz y pasta. “Y gracias a Dios, porque se me había acabado”.
Alimentar a tres niños con donaciones y cupones de alimentos no siempre es fácil, dijo Alarcón mientras jugaba con Alfredo.
A Daniel le gustan los sándwiches con dos pedazos de queso americano y kétchup. A Ángel no le gusta que se toquen en el plato los diferentes tipos de comida. Los espaguetis suele ser lo que más le gusta.
La mitad de su gran mesa de comedor está cubierta de fruteros, servilletas, velas religiosas, figuras de ángeles y otra virgen, Nuestra Señora de la Caridad, coronada y vestida de azul.
En su pequeño apartamento, no hay otro lugar para colocar estos objetos. Valenzuela reza por el día en que tenga espacio suficiente para compartir una comida con toda su familia a la mesa.
Por ahora, se turnan para comer, o a veces los niños comen en una pequeña mesa azul en la sala.
“Soy muy católica, rezo mucho y todos los días doy gracias a Dios porque estamos vivos. Muchos no tienen techo ni comida”, dice Valenzuela.
La mesita azul es también el lugar donde Ángel, Daniel y Alfredo reciben a veces terapia para sus necesidades especiales.
Ángel cuida de sus hermanos menores con diligencia. Está obsesionado con el Titanic y se emociona cuando alguien saca el tema.
Pero le cuesta hablar, y a veces murmura cosas que solo entienden sus padres. Mantener la concentración y sacar buenas notas es difícil sin un apoyo constante.
Los médicos de Daniel sospechan que tiene un autismo leve y le han sugerido terapia para sus problemas de habla y comportamiento.
Alfredo es demasiado chico para recibir un diagnóstico, pero su lenguaje limitado indica que también puede ser autista. Los terapeutas juegan con él y charlan en español e inglés.
Esta atención es gratuita a través del Medi-Cal infantil, el programa estatal de Medicaid. Valenzuela recibe un cheque mensual de 800 dólares por discapacidad para Ángel, que a menudo se destina al alquiler, ropa y juguetes.
“A veces la gente nos pregunta cómo lo hacemos: ¿cómo sobreviven con todas esas facturas y deudas?”, dijo Alarcón.
El dinero que gana en sus diferentes empleos paralelos ayuda.
Un amigo que pidió ayuda a Alarcón para reservar un vuelo a El Salvador le pagó 50 dólares. “Realizo toda la transacción”, dijo Alarcón. “Le hago la confirmación del vuelo desde casa, todo, como si fuera su agencia de viajes”.
Otras veces, Alarcón hace citas para pruebas de COVID-19 o hace trabajos de reparación de computadoras para amigos a cambio de dinero. Se mantiene atento a la lista de empleos en aplicaciones de servicios como DoorDash.
Y se traga su orgullo con tal de ganar dinero por medio de cosas que nunca pensó que tendría que hacer, como llevar a casa botellas y latas vacías de los contenedores de basura del DMV para reciclar.
En la sala de su casa, a principios de este año, Alarcón levantó su teléfono para mostrar las ganancias que tuvo por medio de DoorDash: 504 dólares en una buena semana. Casi suficiente para el pago de su auto.
Pero con el aumento del precio de la gasolina, repartir comidas ya no es rentable.
Valenzuela y Alarcón se sientan a menudo en la mesa del comedor, con las facturas extendidas frente a ellos, para hablar de sus finanzas.
Los niños necesitan ropa nueva. ¿Deben usar una tarjeta de crédito? ¿De qué pueden prescindir esa semana?
Es como si su dinero pasara por una puerta giratoria, la deuda no disminuye, pero al menos no aumenta.
Pagan 1.300 dólares de alquiler, 612 dólares por el auto, 120 dólares por la factura del teléfono y 135 dólares por el seguro, además de gas, electricidad, Internet y otros gastos. Cada mes, Valenzuela envía unos 200 dólares a Guatemala para cubrir el alquiler de su madre.
Tienen una deuda de unos 3.000 dólares en tarjetas de crédito de tiendas como Burlington Coat Factory y Harbor Freight Tools, donde compran ropa para los niños o herramientas para la reparación de muebles.
También deben unos 7.000 dólares de un préstamo para cubrir los gastos del hospital y el funeral del padre de Valenzuela en Guatemala. Murió de cáncer de páncreas en abril.
Ahora, cuando Ángel y Daniel piden ir a McDonald’s, la respuesta suele ser “no”.
Incluso los viajes gratuitos a lugares como la playa hacen dudar a sus padres. Hay que pagar estacionamiento, además de lo que se les antoje a los niños mientras están fuera.
“No podemos darnos el lujo de gastar el dinero, así como así”, dice Alarcón. “Tenemos que hacer magia con los números”.
Rezan a Dios para que más gente se vacune.
“Es exasperante la gente que no quiere vacunarse. Nos afecta, porque mientras no nos vacunemos, la pandemia no se acabará”, dice Alarcón. “Si se vuelve a cerrar todo, estaremos peor”.
Incluso cuando la pandemia termine, es probable que los empleados de las oficinas sigan trabajando a distancia.
Los que se encargan de la limpieza, vaciando los botes de basura y pasando la aspiradora por el piso, puede que nunca vuelvan a ver sus puestos de trabajo por completo.
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Con la lenta reapertura del mundo tras más de un año de pandemia, Valenzuela ha sentido poco alivio.
Sus dos hijos mayores han podido volver a la escuela. Pero para estar disponible para sus sesiones de terapia, ha tenido que rechazar trabajos de limpieza con horarios poco flexibles y con un sueldo insuficiente para cubrir a una niñera.
Además de todo lo anterior, un entumecimiento en la mitad de su cara empeoró después de que el COVID-19 lo afectara.
Los médicos no ofrecen ningún diagnóstico. Solo le dicen que haga lo imposible: que se relaje.
En uno de sus días más desesperados, no tenía dinero para pañales o leche, “ni siquiera para un huevo”.
Alarcón es más optimista.
“No te preocupes”, le dijo. “Algo llegará”.
Justo entonces, sonó su teléfono. Era un cliente que quería que le arreglaran unas sillas. Le envió el pago ese mismo día.
“¿Has visto el depósito?” le dijo Alarcón a su mujer. “Ha llegado algo, ¿ves?”.
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