En el sur de Los Ángeles, un legado de extremidades perdidas a causa de la diabetes cuenta una historia más extensa - Los Angeles Times
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En el sur de Los Ángeles, un legado de extremidades perdidas a causa de la diabetes cuenta una historia más extensa

Bill Crawford, a diabetic and double amputee, lies in bed in his living room in Watts.
Bill Crawford, diabético y doblemente amputado, está recostado en la cama que le acomodaron en su sala de estar en Watts. Debido a los retrasos en el tratamiento, Crawford no ha podido obtener la aprobación para la terapia física que necesita para aprender a caminar con sus prótesis.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Su dedo pequeño se estaba poniendo morado y el dolor era insoportable. Glory Paschal sabía lo rápido que esto podía empeorar. Solo tenía que ver alrededor de su vecindario en Watts para darse cuenta sobre la cantidad de residentes a los que les faltaban pies y piernas.

Luchó para que la atendiera un podólogo, pero cuando vio uno, ya era demasiado tarde.

El 10 de febrero de 2011, los médicos del Harbor-UCLA Medical Center no tuvieron otra opción más que amputarle la pierna izquierda por debajo de la rodilla.

Este verano, la abuela negra, que ahora tiene 53 años, regresó al hospital, esta vez con dos infecciones particularmente letales para una persona diabética: el COVID-19 severo la hizo batallar para respirar y la gangrena le estaba carcomiendo el pie restante.

After having her left leg amputated in 2011, Glory Paschal, 53, was back in the hospital.
Glory Paschal, de 53 años, a quien se le amputó la pierna izquierda en 2011, estaba ingresada en el Martin Luther King Jr. Community Hospital el 26 de julio con dos infecciones especialmente letales para un diabético: gangrena en el pie que le quedaba y COVID-19 grave.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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El coronavirus se sumó a una catástrofe de enfermedades crónicas mal tratadas desenfrenadas en el sur de Los Ángeles: enfermedad cardíaca, alta presión arterial, cáncer de pulmón, enfermedad renal, asma, artritis, depresión y diabetes.

Todo esto convirtió al sur de Los Ángeles en un foco de fallecimientos por COVID-19 durante el aumento invernal. Pero mientras esa ola mortal retrocedió, la marea alta de las condiciones subyacentes se mantuvo, y los residentes negros, así como latinos, se enfrentaron a un número casi inigualable de amputaciones por diabetes.

La pérdida de extremidades representa el dolor duradero de generaciones en el sur de Los Ángeles: la pobreza arraigada, la escasez de supermercados con alimentos frescos y parques para promover el ejercicio, así como un sistema de atención médica primaria profundamente deficiente que depende de los bajos pagos del programa Medi-Cal del estado, aunado a un escaso número de médicos competentes.

“La tragedia es que nuestra comunidad carece de casi todos los tipos de atención médica que se pueda imaginar y que la mayoría de nosotros damos por sentado”, comentó la Dra. Elaine Batchlor, directora ejecutiva del Hospital Comunitario Martin Luther King Jr.

 A surgeon uses instruments to work on a patient's bare foot.
El Dr. Myron Hall retira tejido muerto e infectado del pie de Glory Paschal.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Ella señaló que, a pesar de los esfuerzos de su hospital de alta tecnología financiado con recursos privados, la gente del sur de Los Ángeles está recibiendo en gran medida atención preventiva que es “separada y desigual”.

Nadie, detalló Batchlor, debería tener que vivir en una comunidad “donde no pueda ir a la farmacia y obtener los medicamentos que le recetó su médico”.

“No viviríamos en una comunidad donde no se pueda obtener atención de urgencia. No viviríamos en una comunidad en la que no se pudiera conseguir una cita para ver a su médico durante semanas o meses”, puntualizó. “Pero eso es lo que tenemos en esta comunidad”.

Cuando Paschal visitó a su médico de atención primaria en Lynwood por su dolor en el dedo del pie, él le indicó que acababa de tener un caso de pie de atleta y la envió a casa con crema.

Cuando regresó varias veces pidiendo una orientación, el médico le respondía que “no era más que un problema”.

“Estarías mejor si te cortan el pie”, recuerda que le dijo.

Finalmente consiguió una cita con un especialista en pies por $50. “Necesita ir a la sala de emergencias ahora mismo”, le indicó.

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A close-up of Dr. Myron Hall's masked face in the operating room; and a pair of feet: one bear, one heavily bandaged.
El Dr. Myron Hall, a la izquierda, opera para extraer tres dedos del pie derecho de Tony Zamora, de 45 años, el 2 de junio. En una cita de seguimiento, a la derecha, Zamora, espera a Hall para ver cómo se está curando la herida.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

El Dr. Myron Hall ha escuchado la historia de esta misma cascada de fracasos con demasiada frecuencia para contarla. Como podólogo negro en el Hospital MLK, ha dedicado los últimos cinco años a salvar extremidades y vidas.

Entre sus pacientes: Tony Zamora, de 45 años, de Compton, estaba cayendo por el mismo agujero que su papá, quien perdió ambas piernas y murió dos años después. Bill Crawford, de 66 años, ha estado acostado en una cama en Watts durante dos años después de sus dos amputaciones por debajo de la rodilla, luchando contra los cálculos renales mientras espera recibir la terapia física que necesita para aprender a usar prótesis y caminar nuevamente. Paschal estaba tratando de preservar su pie restante y sobrevivir al COVID-19.

En el Hospital MLK, las amputaciones son los procedimientos quirúrgicos más comunes. Los investigadores de UCLA encontraron que los residentes diabéticos de aquí y en otras partes pobres de la ciudad tenían 10 veces más probabilidades que aquellos en áreas más prósperas de tener un dedo del pie, un pie o una pierna amputados.

El alto nivel de azúcar en la sangre asociado con la diabetes daña los órganos y las extremidades al obstruir las arterias. En los pies, esto significa que las heridas menores no tienen el flujo sanguíneo para combatir los microbios y las pequeñas infecciones pueden volverse letales.

Extraer las partes infectadas suele ser el último recurso: uno o dos dedos en descomposición, luego los metatarsianos, después un pie o una pierna. La disminución de la movilidad puede provocar aislamiento social, depresión y un mayor deterioro de la salud. Los estudios muestran que entre el 52% y el 80% de los pacientes diabéticos que reciben una amputación por debajo de la rodilla mueren antes de cinco años.

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La raíz de la crisis de salud, en lugares como el sur de Los Ángeles, es un seguro médico inadecuado. Muchos residentes no tienen ninguno o están inscritos en Medi-Cal, el programa estatal de Medicaid, que paga a los doctores aproximadamente la mitad de lo que paga Medicare por el mismo servicio. Muchos médicos no lo aceptan.

Una encuesta realizada por el Hospital MLK el año pasado encontró que su área de servicio de más de 1.3 millones de personas tenía solo un tercio de los doctores de tiempo completo requeridos para tratar adecuadamente a esa población, lo que representa una escasez de 1.300 médicos.

“No hay duda de que las disparidades en el cuidado de la salud que vemos en todo Estados Unidos, y ciertamente en lugares como el sur de Los Ángeles, son los resultados de larga data del racismo sistémico”, señaló Darnell Hunt, decano de ciencias sociales de UCLA y coeditor de “Negra Los Ángeles: Sueños americanos y realidades raciales”.

Las desigualdades son la herencia del impulso de una ciudad, durante 80 años, para segregar geográficamente a las personas de color con su propia marca de Jim Crow, particularmente cuando decenas de miles de personas negras comenzaron a llegar del sur durante la Segunda Guerra Mundial.

Los convenios de vivienda restrictivos y los agentes inmobiliarios racistas impidieron que las familias negras se mudaran del sur de Los Ángeles. Esta práctica les impidió obtener préstamos para viviendas y negocios. Los residentes negros enfrentaron contrataciones discriminatorias, escuelas de segunda categoría y vigilancia militarista que se hizo notoria por sus abusos.

Las políticas identificaron al sur de Los Ángeles como una zona de desigualdad duradera para las oleadas posteriores de inmigrantes, ya sea de Luisiana, México o El Salvador.

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Friend greets Bill Crawford as he arrives in his wheelchair at a high school gymnasium on June 19.
Un amigo saluda a Bill Crawford, a la izquierda, fundador y locutor durante mucho tiempo de la Liga Drew de baloncesto profesional, a su llegada en junio para el inicio de la temporada en el instituto St. John Bosco de Bellflower.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Cuando la familia de Bill Crawford llegó a Los Ángeles desde Nueva Orleans en 1957, se mudaron a Watts. Su padre era un predicador bautista y se convirtió en uno de los pocos agentes negros del Departamento del Sheriff en ese momento. Su madre fue docente en Carver Middle School.

El vecindario era un lugar pacífico y amigable de familias sureñas interconectadas y muchos negocios locales. Al otro lado de la calle de su casa en Compton Avenue había una joyería, una tienda de ropa donde su mamá le compraba la ropa de la iglesia y un gran supermercado donde su papá ayudaba a cortar la carne.

Crawford era una estrella del fútbol en Jordan High School, hasta que se rompió la cadera. Eso frustró sus posibilidades de obtener una beca completa para la USC, pero pagó su camino a través de Cal State Fullerton y luego se convirtió en profesor de inglés, también fue entrenador de fútbol, así como de baloncesto, en Fremont High School.

Además, él y sus amigos comenzaron un juego de baloncesto nocturno en el gimnasio de la Charles H. Drew Middle School que se convirtió en la famosa Drew League, una liga de verano profesional y amateur que atrajo luminarias como Kobe Bryant, LeBron James y Kevin Durant. Crawford fue el locutor de la liga durante 22 años y entrenador durante 27.

Sus viejos amigos lo llaman “Still Bill” porque es sólido, nunca cambia.

“El juego no comienza hasta que entra Bill”, comentó Dino Smiley, director ejecutivo de la liga. “Él es nuestra leyenda número uno”.

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Bill Crawford is surrounded by friends at the Drew League opener this summer.
Bill Crawford, en el centro, es recibido por sus amigos en la inauguración de la Liga Drew en junio.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Crawford se mudó a Upland para alejarse de “todo el drama, las cosas de las pandillas, la brutalidad policial” en la década de 1980, pero viajaba a su trabajo en Watts y asistía a todos los eventos de Drew.

A los 35 años le diagnosticaron diabetes. La enfermedad ya le había dañado la retina y perdió la vista durante un mes. También estaba desarrollando trombosis venosa profunda en las piernas y artritis donde se fracturó la cadera.

Él, su esposa y sus dos hijas pequeñas se mudaron a Watts para poder estar cerca de las oficinas médicas de Kaiser Permanente en Bellflower. Los médicos controlaron su nivel de azúcar en la sangre y lo salvaron después de una embolia pulmonar en 2008. Cuando se jubiló a los 55 años y cambió al seguro de Medi-Cal, comenzó a recibir tratamiento en una clínica local.

Para tratar su trombosis venosa profunda, la clínica lo envió a un especialista en el centro de Long Beach, quien le indicó que necesitaba una férula para abrir una arteria en su pierna. Pero nunca obtuvo la aprobación para el procedimiento que podría haberle salvado los pies. A medida que su circulación disminuyó, dejó de jugar baloncesto y le resultó más difícil caminar.

Bill Crawford starts his day, cleaning up and shaving his head in bed in his living room in Watts.
Bill Crawford empieza el día aseándose y afeitándose la cabeza en su casa en Watts.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Una mañana, su esposa notó que le sangraba el pie. Debido a que la diabetes le había provocado una pérdida de sensibilidad en las piernas, Crawford no se había dado cuenta de que tenía una herida. Una tachuela se había clavado en la parte inferior de su pantufla durante quién sabe cuánto tiempo.

Durante dos años, se la pasó en consultorios médicos y hospitales.

“Preferimos que no tenga pies a no tener papá”

— La hija menor de Crawford

En el campeonato de la Drew League en 2017, con la presencia de Bryant y el actor Jamie Foxx, Smiley hizo un anuncio sobre un regalo para un invitado especial.

“Conociéndolo como yo, probablemente no quiera una silla de ruedas”, comentó Smiley. “Pero la conseguimos para él de todos modos”.

Crawford sonrió, sintiendo que todo el amor que puso en la liga volvió a él.

Crawford vio por primera vez a Hall el 21 de diciembre de 2017, con una úlcera masiva donde había sufrido el pinchazo. Los dos se llevaron bien. Ambos eran adictos a los deportes y destacados del fútbol de la escuela preparatoria.

Bill Crawford pulls himself out of bed to his wheelchair in his living room
Bill Crawford se levanta de la cama en la sala de su casa en Watts.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Hall tomó unas tijeras y un bisturí para eliminar el tejido infectado y muerto, desbridando la herida, y lo hizo regresar repetidamente durante varios meses.

Pero fue demasiado tarde. Una enfermera le cortó el otro pie y esa herida se infectó. A Crawford le colocaron un catéter con antibióticos durante seis semanas y Hall siguió desbridando. Pero la infección se estaba infiltrando en sus huesos y podría matarlo.

“Preferimos que no tenga pies a no tener papá”, comentó su hija menor.

Los médicos le cortaron la pierna derecha a Crawford por debajo de la rodilla en noviembre de 2018 y le quitaron la izquierda tres meses después.

Debido a los retrasos en el tratamiento, Crawford no ha podido obtener la aprobación para la fisioterapia que necesita para caminar con sus piernas protésicas, que han estado en su garaje durante dos años.

Crawford yace en la cama rodeado de fotos de sus cinco hijas, así como los títulos universitarios y de posgrado de su hija con mayor historial académico: de UC Berkeley, USC, UCLA.

A 2-year-old girl grips her grandfather's hand as he rests in bed.
Aaliyah Tisdale, de 2 años, intenta coger la mano de su abuelo Bill Crawford en su casa de Watts.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Sus hijas son su mayor motivación para continuar luchando.

“Ponerme en marcha, eso es todo lo que quiero”, señala.

Hall nunca esperó tener que lidiar con asuntos de vida o muerte cuando decidió dedicarse a la podología. Pensó que estaría principalmente haciendo medicina deportiva.

Después de una carrera temprana como oficial naval, trabajó en las instalaciones de Kaiser Permanente en Fontana antes de abrir una práctica privada en Beverly Hills, con privilegios de personal en Cedars-Sinai Medical Center, donde realiza complejas cirugías de reconstrucción de pie y tobillo. Pero le prometió a su madre, Gloria, que no solo trataría a los ricos. Conocía la pobreza de primera mano. Él y su madre vivieron durante un tiempo en la parte trasera de un restaurante y bar que Gloria tenía en Tennessee cuando no pudo pagar la hipoteca de su casa. Todavía puede oler la especialidad: merlán frito.

Cuando Hall era corredor en la escuela preparatoria y ella era la acompañante de las porristas, Gloria corría por la línea lateral con él.

“¡No mires atrás!”, gritaba ella. “¿Por qué miras atrás? No pueden atraparte”.

Ella murió hace seis años por insuficiencia respiratoria, pero su voz resuena en su oído todos los días. Comenzó a hacer visitas domiciliarias en el sur de Los Ángeles y Compton, luego abrió una segunda práctica en el Hospital Martin Luther King Jr. en 2016. A menudo hace rondas en el Hospital MLK a las 4 A.M., conduce a Beverly Hills cuando el tráfico de la mañana se detiene y regresa al Hospital MLK para hacer una cirugía por la noche.

Tony Zamora, que se recupera de la extirpación de todos los dedos
Tony Zamora, que se recupera de la extirpación de todos los dedos de su pie derecho, se frota los ojos mientras está acostado en el sofá de la casa de su madre.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Tony Zamora visitó a Hall por primera vez en una clínica del MLK en Compton en 2019 con una ampolla en el costado del pie. El doctor lo desbridó y lo trató con antibióticos. Pero el plan de cobertura de Zamora no proporcionó enfermeras diarias para cuidar la herida y la infección empeoró. Su dedo gordo se estaba poniendo negro. En la siguiente visita de Zamora a la clínica, Hall pudo oler la descomposición tan pronto como abrió la puerta de la sala de examen.

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Amputó el dedo del pie y limpió todo el resto de tejido infectado que pudo ver. En lugar de cortar todo el pie para asegurarse de que la infección no se propagara, Hall revisó y desbridó la herida. Intentó controlar la infección con antibióticos.

Zamora sabía lo rápido que se acumulaban estas pérdidas. Todavía lloraba a su padre, Rafael, quien murió dos años después de perder su segundo pie a los 61 años.

La muerte de su padre hizo que Zamora cayera en picada, algo que finalmente lo llevó a un divorcio y varios años de consumo de alcohol, metanfetamina y falta de vivienda. “Era la persona más importante de mi vida”, señaló.

Antonio Zamora, 44, lies on the operating room table.
Tony Zamora yace en la mesa del quirófano del Martin Luther King Jr. Community Hospital de Willowbrook antes de que le extirpen los dedos del pie por una infección.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Durante ese tiempo, la propia diabetes de Zamora no se trató y provocó una enfermedad de las arterias periféricas y pérdida de la sensibilidad en los pies. Pero cuando llegó a Hall, había reorganizado ligeramente su vida, trabajaba como conductor de montacargas y estaba viviendo en una tienda de campaña en la parte trasera de la casa de su madre.

Después de que Hall le quitó el dedo gordo del pie, Zamora necesitaba estar alerta: usar zapatos para diabéticos, revisarse los pies todos los días, mantener bajos el azúcar y la presión arterial.

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Pero estaba distraído, devastado por su dedo del pie, extrañando a su esposa y dos hijos que vivían cerca de San Bernardino.

Para sacarlo de su angustia, su madre lo llevó a un viaje en abril a su ciudad natal en México. Comenzó a beber con sus primos y caminó por todo el pueblo con zapatos normales. Llegó a casa con una herida abierta que cubría la mayor parte del metatarso del pie.

El Dr. Myron Hall, a la izquierda, y Ali Yousufzad, asistente quirúrgico
El Dr. Myron Hall, a la izquierda, y Ali Yousufzad, asistente quirúrgico, a la derecha, vendan el pie de Tony Zamora tras la operación.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Cuando su seguro le indicó que tendría que someterse a la cirugía en un hospital diferente al MLK, Hall intervino y consiguió que se le aprobara para que se realizara como un procedimiento ambulatorio. Zamora llegó a las 6 a.m., le cortaron el tejido dañado y se fue a casa al mediodía.

Una noche, Zamora se cayó yendo al baño y se golpeó la herida. Siguieron más cirugías y perdió un segundo dedo del pie. Cuando llegó a la sala de emergencias el 2 de junio con un dolor intenso, su condición era tan grave que Hall ordenó que no lo trasladaran a otro hospital.

Tony Zamora in the operating room as Dr. J. Shin, anesthesiologist, left, prepares to put him under for surgery.
El Dr. J. Shin, anestesista, a la izquierda, prepara a Tony Zamora para una operación en el Martin Luther King Jr. Community Hospital en junio.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Esa noche en el quirófano, el médico oró y se lavó para la cirugía.

“Tiene burbujas de aire debajo de la piel y esa es una de las emergencias obligatorias que tenemos”, informó Hall al Times. “Si tiene gases, tiene gangrena gaseosa y posiblemente fascitis necrotizante, que es la bacteria carnívora que pone en peligro la vida”.

Hall amputó los dedos restantes y todos los metatarsianos: la mitad delantera del pie.

Si no pierde más, Zamora podría usar un relleno de zapatos y caminar con esa pierna.

Dr. Myron Hall, left, is removing the bandages on Tony Zamora's foot.
El Dr. Myron Hall, a la izquierda, retira los vendajes del pie de Tony Zamora para comprobar si hay alguna nueva infección en un centro de tratamiento de heridas.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Pero batalló con su dieta. Este mes, el nivel de azúcar en sangre de Zamora estaba peligrosamente alto y su pierna se encontraba inflamada por una nueva infección. Estaba de regreso en el Hospital MLK con un catéter con antibióticos para salvar su vida.

Después de que le amputaran la pierna a Glory Paschal en 2011, cambió de médico de atención primaria, pero luchó por obtener un tratamiento adecuado a través de él y su red. En cambio, confió en la sala de emergencias. La sala de emergencias del hospital MLK fue diseñada para tratar a 40.000 personas por año; brindan atención a 100.000. Aproximadamente el 40% de sus pacientes buscan atención primaria.

Paschal fue allí en septiembre de 2020, sintiéndose enferma y exhausta. Un cirujano vascular, David Tobey, le informó que sus riñones estaban fallando y la conectó con diálisis peritoneal. En febrero, el cirujano le hizo una angioplastia para restaurar el flujo sanguíneo en su pierna derecha e hizo que Hall le examinara los pies.

Paschal, quien llegó a California desde Magnolia, Ark. cuando tenía 4 años, mostró un valor que le recordó a Hall la determinación de su madre. Cuando dejó a un lado la actitud cascarrabias que necesitaba para luchar por su atención médica, se mostró cálida y muy divertida.

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Glory Paschal recovers after having her two small toes on her right foot removed.
Glory Paschal se recupera tras la extirpación de dos dedos de su pie derecho después de que la gangrena se instalara en el resto del pie.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
Dr. Myron Hall, left, operates on Glory Paschal's right foot in South L.A.
El Dr. Myron Hall, a la izquierda, opera el pie derecho de Glory Paschal en el Martin Luther King Jr. Community Hospital.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Su madre la crio a ella y a sus dos hermanos en el complejo de viviendas públicas Nickerson Gardens en Watts. En verano iban a la playa. En las noches cálidas, su mamá y su tía se sentaban en el porche a hablar y los niños se quedaban dormidos en el pasto.

Pero su madre murió de una enfermedad cardíaca cuando ella tenía 9 años. Paschal y sus hermanos fueron enviados a vivir con diferentes tíos. Fue a la preparatoria en el Valle Central y regresó a Watts durante su último año, en 1986, sin obtener su diploma. La columna vertebral económica de la zona había sido destruida por el cierre de las fábricas de automóviles, las plantas de neumáticos y las plantas de acero que habían proporcionado un sólido trabajo obrero desde la Segunda Guerra Mundial.

Paschal encontró un trabajo lavando ropa en el centro de detención juvenil de Los Padrinos en Downey.

Cuando tuvo a su hijo Nelson, calificó para recibir ayuda federal. Ella crio al niño y a su hermana menor, Keynna, para que fueran respetuosos con los adultos y responder “sí señora, no señor”. Fueron diligentes en la escuela y se mantuvieron alejados de las pandillas. Nada le gustaba más que escapar mirando viejos westerns de televisión como “Bonanza”, “The Big Valley” y “The Rifleman”, donde la diferencia entre lo bueno y lo malo era clara.

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La mayoría de las veces no tenía automóvil y a menudo comía en Hawkins House of Burgers frente a su apartamento porque era barato y de fácil acceso, además el supermercado más cercano vendía carne vieja, así como productos rancios. A los 32 años, le diagnosticaron diabetes e hipertensión y comenzó su largo viaje a través del sistema Medi-Cal.

Dr. Myron Hall, left, checks for a pulse on Glory Paschal's foot before operating.
El Dr. Myron Hall, a la izquierda, comprobando el pulso en el pie de Glory Paschal antes de operarla en mayo.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

El 21 de mayo, tenía grandes ampollas en el pie y Hall tuvo que quitarle los dos dedos pequeños. No le quedaba suficiente piel para cerrar la herida, por lo que la dejó abierta para que el tejido se regenerara.

Todos los miércoles después de eso, Nelson, ahora de 27 años, llevaba a su madre a la clínica de atención de heridas y la subía en silla de ruedas al segundo piso, arrastrando a las dos niñas pequeñas de su hermana. Trabajó dos turnos de 24 horas a la semana como técnico médico de emergencia y se hizo cargo de sus sobrinas los otros días.

“Él es el tío, pero es el tío papá”, explica Paschal.

La herida mejoró, pero el 10 de julio Paschal llegó a la sala de emergencias por sangrado urogenital y dio positivo por COVID-19. Sus síntomas fueron leves al principio, pero su condición empeoró rápidamente. En una semana, estaba recibiendo oxígeno nasal de alto flujo en la configuración máxima.

Respondió que no a la posibilidad de que le pusieran un respirador, segura de que moriría con él.

Luchó por respirar durante semanas y cayó en un delirio, reviviendo un recuerdo aterrador cuando fue arrojada a una piscina cuando era niña, sin poder nadar.

Dr. Myron Hall and patient Glory Paschal discuss her health.
El Dr. Myron Hall y la paciente Glory Paschal hablan de su salud. En agosto, cuando Paschal se estaba recuperando de COVID-19, Hall tuvo que extirparle el resto de los dedos para salvar su pie.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Su herida se deterioró debido a que los medicamentos antiinflamatorios para el COVID-19 comprometieron su respuesta inmunológica y su tejido estaba recibiendo menos oxígeno. En agosto, se estaba recuperando del virus, pero la infección del pie estaba en el hueso, por donde podía ingresar al torrente sanguíneo. Hall tuvo que quitarle el resto de los dedos para salvar su pie y su vida.

Después de 54 días en el hospital, soportó la pérdida estoicamente, sabiendo que Hall hizo todo lo que pudo.

En su apartamento, sus nietas le levantan el ánimo.

“Abuelita, es hora de hacer ejercicio”, gritan, volviendo a casa desde el jardín de niños.

La ayudan mientras levanta los brazos y las piernas.

Confía en que podrá volver a caminar.

Pero siempre estará resentida por la falta de atención de sus médicos iniciales.

“Fue igual que haber sido atendida por el Dr. Seuss”.

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